Escuela Hispana de Economía.
Protohistoria de la Escuela Austriaca II
Viene de Invierno 2010
José Antonio Romero*
§1. Del Sena al Tormes: La Escuela de Salamanca
El dominico Francisco de Vitoria (1483-1546), que figura como fundador indiscutido de la Escuela de Salamanca, abordó problemas jurídicos y económicos del momento histórico que en suerte le cupo vivir, estimulado por las inquietudes éticas que en su conciencia crítica suscitó el problema que en fórmula lapidaria recibió el nombre de “duda indiana”[1]. Esta comprende el planteamiento de cuestiones como: ¿justifica el descubrimiento de América la ocupación y conquista por parte española? ¿Es legítima la apropiación de territorios que tenían auténticos dueños antes del arribo de los hispanos? ¿Existen motivos fundados que autoricen la declaración de guerra justa de los peninsulares contra los nativos? ¿Es lícita la pretensión de dominio o soberanía universal tanto del Papa como del Emperador?[2] Vitoria recalca la autoridad y competencia de la instancia teológica en el tratamiento moral de problemas políticos y económicos sobre asuntos que se consideraban incumbían exclusivamente al jurista. Los teólogos no cometen intromisión indebida al intervenir en temas que no conciernen a derecho positivo, terreno en el que los juristas discuten y pretenden resolver la duda americana, sino a derecho natural que es moralmente superior y dentro del cual la teología ostenta el primado[3]. Sin embargo, la novedad y modernidad del enfoque vitoriano consistió en la superación lo mismo que en la sustitución de la visión teocrática medieval del Orbis Christianus por la Communitas totius Orbis. Esta última, la comunidad de todo el género humano, es anterior a la que integran los bautizados y cuenta con un fundamento natural[4]. Ser social por naturaleza, el hombre propende a agruparse como respuesta a un imperativo de perfección inalcanzable en condición de aislamiento. Pues bien, la ley natural que surge de la esencia de cada cosa, goza de universalidad, unidad, inmutabilidad e indispensabilidad. Atributos garantes de la igualdad de todos los hombres. Por el hecho de serlo, todo hombre, cristiano o no, disfruta de la libertad inherente a su dignidad personal dotada de racionalidad y responsabilidad. Gracias a este constitutivo ontológico, forman parte de los derechos individuales el respeto a la vida, la del no nato incluida, su conservación y defensa, si las circunstancias ameritan, legitiman la muerte del agresor[5]. El derecho de propiedad privada procede del dominio que el hombre detenta sobre entes inferiores que comprenden cosas y animales, de los que se convierte en dueño y poseedor en atención a que participa de la imagen del arquitecto divino que los ha creado[6]. Entretanto, el derecho natural que rige para todas las naciones adquiere el carácter de derecho de gentes (ius gentium) cuando impera en las relaciones entre todos los pueblos. En ese sentido es interesante observar la modificación que Vitoria introdujo en la definición de derecho de gentes de Gayo y Ulpiano al cambiar homines por gentes: “quod naturalis ratio inter omnes gentes constituit vocatur ius gentium”[7]. Constituyen el derecho de gentes la libertad de movimiento (ius peregrinandi) por litorales y puertos marinos, ríos, por tierra y aire; la libre comunicación (ius communicationis) entre las naciones para comerciar, migrar, obtener residencia y adquirir ciudadanía. Puesto que el derecho de ocupación sólo se aplica a las cosas de nadie (res nullius) y, dado que, previamente a la llegada de los españoles, las tierras del Nuevo Mundo tenían propietarios, los indios, verdaderos dueños, no pueden ser despojados de sus territorios con el pretexto de que han perdido el estado de gracia al caer en pecado de infidelidad y herejía. La presunta concesión que los indios hubiesen hecho de sus tierras a los españoles tendría validez a condición de que en el acto no existiese violencia, fraude, dolo ni engaño por parte de los invasores, con plena comprensión y perfecto acuerdo de quienes cedían sus posesiones acerca de los acontecimientos que ocurrían. La situación pecaminosa del ser humano no anula la participación de su capacidad racional en la Razón suprema de Dios, por cuya virtud no le está vedado el acceso al conocimiento de la verdad, ni su voluntad, aunque afectada, queda completamente imposibilitada para realizar el bien y menos su persona privada de dignidad[8]. Merced a que las creencias religiosas no son fuente de derecho, el Papa carece no sólo de soberanía universal, por lo que su autoridad se extiende únicamente a los cristianos, sino que su potestad temporal es indirecta porque concierne en exclusiva a las cuestiones relativas al bien espiritual. Ni que decir tiene que adolecen de legitimidad para conquista o guerra justa títulos como profesar diversa religión o rechazar la fe cristiana, en razón de que nadie puede ser objeto de coacción para aceptar un credo determinado. Vitoria admite, en cambio, el uso de la fuerza en el caso que al enviado se le impida proclamar libremente el mensaje del evangelio[9]. Tampoco el emperador es dueño y soberano de todo el mundo. Lo que es más, en el supuesto que dispusiese del dominio en el entero orbe no contaría con la autoridad para deponer los legítimos gobernantes indígenas, del mismo modo que estaría imposibilitado de proceder con semejante arbitrariedad frente a un príncipe europeo[10]. Lo mismo que la sociedad, el Estado es de derecho natural. El poder político no consiste en directa institución divina cuanto en determinación mediada por la sociedad que lo delega en la persona que elige para que asuma el gobierno. Raison d’etre de la autoridad política es la consecución del bien común (bonum commune). Tan apremiante es la necesidad de este último que la existencia de una autoridad encargada de mantenerlo no la puede eliminar el consenso unánime de la población. Razón por la que ejercer la autoridad por otros motivos que no sean el bien común o la incapacidad para asegurar su vigencia, aporta la causa para que la sociedad revoque el mandato otorgado al monarca, en cuya deposición el recurso a la fuerza no se descarta, al menos a título de última instancia[11]. Por consiguiente, el poder del gobernante tiene límites que le impone el derecho natural al cual está subordinado. Como legislador no se sitúa más allá de la ley, ni siquiera de sus propios decretos, los cuales debe cumplir, a semejanza de los plebiscitos que obligan a los pueblos y los senadoconsultos que vinculan al senado. Naturalmente el Estado detenta soberanía, pero ésta reside en el cuerpo del cual forma parte y que se la transfiere[12]. Por lo demás, si las leyes existen para el mantenimiento del bien común, con mayor razón las que norman el desarrollo de una guerra justa, de tal forma que si a los súbditos de un rey a las claras se les muestra la injusticia del conflicto que éste ha emprendido, están obligados a manifestar oposición por razones de conciencia. A su vez, el carácter supranacional que el bien común internacional representa, impone a un Estado desistir de ella si la utilidad del bien común para esa entidad política nacional implica menoscabo para el orbe. Dicha consideración se extiende a la cautela que debe observar todo gobernante de cara al inconveniente que el agresor cuente con recursos bélicos más poderosos, por cuya desventaja no debe exponer la población de la nación injuriada al mal mayor de quedar a merced del enemigo más fuerte luego de que éste derrote a las fuerzas militarmente más débiles[13]. Por guerra justa entiende el apodado Sócrates hispano el derecho y el deber, en ciertos casos, del que dispone el príncipe de una nación ofendida (ius puniendi) de castigar las graves injurias cometidas por otra nación contra el orbe o los miembros ofendidos que lo integran, en ausencia de otro medio para reparar la justicia infringida. Emprenderla exige tres requisitos: causa justa, autoridad legítima que la promueva y recta intención[14]. En materia económica, congruente con la índole dual de la teleología sustentada por la filosofía de la escuela, Vitoria enjuicia la moralidad del comercio desde la óptica de la finalidad objetiva de la actividad misma (finis operis) y la finalidad subjetiva contenida en la intención que pretende el agente (finis operantis)[15]. Si el comerciante practica su oficio por un fin honesto, tal es el caso del sostenimiento familiar o el suministro de los productos básicos para el consumo de la nación, no se hace acreedor a reproche moral alguno, Si, por el contrario, sólo le anima el fin deshonesto del lucro y del enriquecimiento, por los obstáculos que estos encierran para obtener la salvación, la actuación, aunque ilícita, no alcanza la gravedad de pecado mortal, a menos que con torcido propósito se quiera cometer una injusticia (dolo, fraude, engaño)[16]. Por otra parte, el sabio dominico burgalés arremete contra el interés percibido (usura) por el dinero prestado, al considerar que se vende lo que no existe. El dinero pertenece al tipo de bienes en el que no es posible distinguir dominio y uso, ya que, de modo semejante al vino, su uso consiste en consumirlo, éste al beberlo, aquél al gastarlo. A diferencia, otra clase de bienes admiten la distinción mencionada porque se mantienen a pesar de haber recibido uso, por ejemplo, un libro o una mesa. Cuando se trata de productos fungibles (res fungibiles) similares al dinero, el uso del producto coincide con el producto mismo. De ahí que cobrar interés por el uso del dinero y por el dinero comporta vender dos veces el mismo producto, además de vender el uso de un producto ya inexistente[17]. Late tras la argumentación de Vitoria el prejuicio medieval con arreglo al cual cargar interés por el uso del dinero supone vender tiempo de trabajo que es propiedad absoluta de Dios. Supuesta la gratuidad del factor tiempo, sobre la base que se toma como don divino, no actúa lícitamente el prestamista que lo cobra. Prevención a la que se agrega la presunción infundada de la esterilidad del dinero: moneta non parturiet, nummus nummum non parit[18]. En nombre de su carácter usurario, Vitoria condena por inmoral la práctica del llamado contrato triple (contractus trinus). Transacción por la cual el comerciante Miguel acuerda con su homólogo Rafael darle en préstamo mil dólares para que al negociarlos este último compartan por igual riesgos y ganancias. En esto consiste un contrato de sociedad. No satisfecho, Miguel pacta con otro colega, Daniel, contrato de seguro a través del cual éste asume todo el riesgo que el primero había convenido con su contraparte Rafael, a cambio de que Miguel pague a Daniel veinte dólares anuales durante el tiempo que Rafael mantenga la cantidad original. Finalmente Miguel concierta contrato de venta con Gabriel, por el que el último de los mencionados compra al primero la promesa de Rafael de entregarle cada año la mitad de las ganancias, es decir, ochenta dólares, al precio de sesenta dólares. De esta guisa, Miguel garantiza la existencia del capital, asegura el riesgo de cualquier tipo de pérdida y certifica la ganancia. Para Vitoria el contrato triple contiene todos los componentes usurarios de un contrato de préstamo por cuanto opera traslado de dominio o propiedad al que cobra adicionalmente por el uso del dinero. El dogma de la esterilidad del dinero impide al teólogo dominico aceptar su productividad que es mayor en las manos del emprendedor del que trabaja por cuenta ajena[19].
Domingo de Soto (1495-1560), el creador del género literario de Moral Económica De Iustitia et Iure, cuyo tratado personal lleva el mismo título, conoció casi la treintena de ediciones en la segunda mitad del siglo XVI, fue estrecho colaborador de Vitoria mientras el reconocido maestro vivió, fallecido éste se convirtió en su más autorizado continuador[20]. La obra de Domingo de Soto se inscribe en el marco de los comentarios a la Suma de Santo Tomás (sin dejar de recurrir por ello a autores como Cicerón, Ulpiano e Isidoro de Sevilla) que se ocupa en la Secunda Pars de las materias propias de la Teología Moral[21]. La Prima Secundae enfoca los diversos aspectos que comprende el problema de la ley. Juzga que el concepto de bien común es la base del derecho, puesto que encuentra su expresión en la ley, misma que se divide en eterna o divina, natural (que Dios imprime en el espíritu humano) y positiva con la que el hombre concreta la ley natural. Por su parte, la ley positiva se divide en derecho internacional, válida para todo el orbe y el derecho civil aplicable para una determinada sociedad[22]. Por lo demás, Soto aborda el tema del dominium en su doble vertiente de derecho político y económico. En el primero se trata del ejercicio de la autoridad y de los límites que el poder supone. En su opinión, el poder espiritual procede directamente de Dios, a diferencia del político que sólo indirectamente proviene de El que lo concede originalmente al pueblo. En nombre de este último debe confiarse el poder a una o más personas de modo que la sociedad esté en capacidad de recibir la forma del orden[23]. En el sentido económico, según Soto, dominio es sinónimo de propiedad y división (pro diviso) de las cosas en lo que consiste el derecho. Dominio y división de las cosas anteceden a la restitución, en tanto que ellos subyacen a los contratos que honran la virtud de la justicia. Cometido de la restitución es compensar toda violación del dominio y posesión de las cosas[24]. Por lo mismo, la Secunda Secundae centra la atención en la justicia y cuestiones anejas. En función de la justicia Soto insiste en la necesidad de la división de las cosas en lo relativo a propiedad y dominio a efecto de que cada quien esté en el conocimiento de lo que le pertenece y no tome le ajeno[25]. No obstante que el hombre puede poseer bienes en régimen de propiedad privada, por cuanto se refiere al uso, dada su función social, tal derecho tiene límite en la abundancia de la cantidad suficiente de bienes de aquél que dispone de la capacidad para aliviar las carencias de los pobres. Así, pues, pese a que se reconoce la necesidad, conveniencia y legitimidad de la propiedad privada, por la que alguien puede gestionar y administrar bienes, no se pueden usar como propios ya que se convierten en comunes para satisfacer las necesidades de los menesterosos[26]. A los ojos del escolástico segoviano, únicamente el hombre, gracias a que está dotado de inteligencia y libre albedrío, es dueño de sus acciones y sujeto de dominio. En efecto, el señorío es propio de quien ostenta la facultad del uso de las cosas para alcanzar los propios fines. En contraste con el animal que reacciona impulsado por el instinto, el hombre al actuar ordena las cosas a un fin cuando las usa. Al no tener dominio de nada, pues carece de libertad, el animal no es objeto de injusticia si se le priva de algo. Como el mundo fue creado por y para el hombre, el animal es de él[27]. En la pista trazada por el maestro burgalés, el ilustre condiscípulo mantiene que el pecado original dejó incólume el dominium del que el hombre goza por creación; naturaleza que no perdió por el pecado, porque la pena que pesaba sobre Adán en el paraíso a causa de la desobediencia era la muerte, pero no la pérdida del señorío sobre la creación, de la cual la humanidad sigue siendo dueña. Según estos postulados, el emperador o el rey no son propietarios de los bienes de los súbditos en virtud de que lo que les ha delegado por derecho natural la nación es la jurisdicción. Sólo en caso de la defensa y administración de la nación tendrán que transferir sus bienes los súbditos al monarca. Merced a que la potestad civil es por ordenación divina de ley natural, también la autoridad de los príncipes infieles procede de Dios. Ahora bien, el dominio del emperador no se extiende a todo el orbe, pues razones prácticas imposibilitan satisfacer la condición de que la nación lo consintiera, más bien puede deponerlo por causa de tiranía[28]. Luego de acometer en los libros III y IV de De Iustitia et Iure el aspecto positivo de la virtud cardinal señalada, el autor ataca en los libros V y VI el vicio contrario: la injusticia. De esta forma escudriña en el libro V los tipos violentos de injusticia, homicidio, hurto y mutilación, que obstaculizan al hombre el goce de un derecho legítimo[29]. Soto consagra el libro VI a la usura, clase de injusticia que lesiona el recto funcionamiento de los contratos (De Contractibus), al extremo que la considera el baremo para medir las injusticias que pueden cometer quienes libremente celebran pactos y convenios. Por usura entiende el teólogo hispano el plus que se carga al capital por el uso de una cosa, de modo especial el dinero, pero que puede incluir artículos semejantes al vino y los granos que se consumen con el uso. En sentido estricto, el préstamo se produce cuando se paga un precio por su uso. De ahí que todo contrato que contenga préstamo arrastra el pesado lastre de la usura. El contrato de préstamo atenta contra la equivalencia aritmética característica de la justicia conmutativa. Naturalmente, en un contexto como éste el prestamista tiene la obligación de restituir[30]. Con todo, no cualquier cobro de interés sobre el principal carece de licitud. Sucede en el contrato de compraventa (emptio-venditio) por el que el adquiriente paga al mismo tiempo por el bien y por su uso. Tampoco incurre en usura el contrato de sociedad (periculum sortis) porque al no ceder el dominio (poena detentoris) no presta el que provee el capital. Queda excluida de la usura la gratificación (honestatis gratia) con que el prestatario obsequia al prestamista porque en ausencia de pacto no existe precio[31]. Ni que decir tiene que se agrega justamente interés al capital por razón de daño emergente (ratione damni emergentis), esto es, el perjuicio que el prestamista pueda recibir por el riesgo de pérdida del capital, demora en la devolución del dinero (titulus morae, pro dilatione temporis)[32]. Por último, no existe usura en el pago que el prestamista recibe debido al arrendamiento del dinero (es decir, no se transfiere propiedad) al prestatario que solicita por motivo del uso superfluo de un bien o servicio[33]. En relación con el funcionamiento de los Monte de Piedad el profesor salmantino descarta en lo más mínimo que legítimamente cobren interés por pequeño que fuera. Soto discurre que si en realidad el prestamista no busca su propio provecho sino atender la necesidad del prestatario, por cuenta de aquél y no de éste, deben correr los gastos del mantenimiento de los empleados, amén de la custodia del dinero y de la prenda, el que incluso puede en último análisis acudir al erario de los poderes públicos para que asuma la responsabilidad de esa carga[34]. Por lo que atañe al comercio (necotium) es del parecer que se contrapone al ocio (otium) en cuanto entraña trabajo y ocupación por las inquietudes que semejante actividad significa. Pues bien, el comerciante compra para volver a vender. Aclara que el comercio puro se distingue del arte mecánica. En el último se compra una cosa que convertida con ingenio en otra, la lana en paño o el hierro en espada, por decir algo, luego se vuelve a vender. En el primero, por el contrario, los artículos pasan de los productores a los consumidores a través de un intermediario que obtiene una ganancia. Proceder justo a juzgar por el trabajo realizado, la cobertura de gastos, el traslado de lugar, los factores desfavorables del tiempo. No se debe invocar el fraude, la mentira y el perjurio como motivos para condenar el comercio en razón de que aunque es el oficio sometido a los mayores peligros contra la justicia, no están menos expuestos a peligros morales el campesino y el artesano tentados a mentir para vender o aumentar el precio de sus productos. Si se suprimiera el comercio por las causas mencionadas, junto con él tendrían que desaparecer el artesanado y la agricultura[35]. Por todo ello, el recto ejercicio del comercio exige desterrar vicios como el engaño, dolo, coacción, fraude, abuso de la ignorancia del comprador si se le oculta defectos del bien que se le ven o el aumento del precio del mismo porque su compra no se lleva a cabo al contado[36]. En todo caso, Soto no oculta su mayor aprecio por el trabajo del campesino y el artesano que por el del comerciante. Más aún, señala la indiferencia moral del comercio: en sí no es bueno ni malo[37]. En lo que concierne a los precios, el teólogo dominico preconiza la fijación legal de la autoridad pública. Piensa que el intervencionismo estatal tiene la ventaja de asegurar el bien común y acallar la inquietud de toda conciencia ciudadana. Al ser responsable del bien común, la autoridad civil tiene el derecho y el deber de tasar con prudencia el precio de los artículos de primera necesidad (trigo, vino, lana). Sin embargo, el vínculo legal obliga condicionalmente en tanto que depende de la justicia de la legislación que lo impone[38]. Sea lo que fuere, el que infringe el precio legal tiene la obligación de restituir la demasía. En materia de salario que no es más que el precio del trabajo, Soto defiende curiosamente la sumisión del factor laboral, como cualquier otra mercancía, a la ley de la libre concurrencia. Debido al precio excesivo que imponen, Soto manifiesta rechazo total de los monopolios, en vista de que obstaculizan el auténtico desarrollo del mercado, ámbito dentro del cual se forma el justo precio; por tanto, la escasez que provocan no justifica el aumento del precio en el mercado adulterado[39]. En la fijación del precio corriente no intervienen como elementos determinantes el costo de la mercancía ni los gastos de su traslado, sino la mayor o menor concurrencia de compradores y vendedores. El aumento del precio de las mercancías es directamente proporcional a la abundancia de compradores e inversamente proporcional a su escasez. La disminución del precio, por su parte, es directamente proporcional con la abundancia de vendedores e inversamente proporcional con su escasez. En síntesis, el número de vendedores es mayor y menor el de los compradores en presencia de mercaderías abundantes. En estas circunstancias, cualquier factor puede alterar el precio en una u otra vía. A la luz de todos estos datos, como no puede ser menos, el precio surge como una genuina función del valor. Y ambos lo son de la oferta y de la demanda que a su vez se comporta como variable dependiente de la dinámica del mercado[40]. En el problema central de la economía, a saber, la cuestión del valor, Soto declara que el sujeto constituye la medida del valor, toda vez que la importancia de los bienes no estriba en costos de producción, trabajo incorporado, objeto ofertado, cuanto en la demanda de individuos que al consumirlos manifiestan preferencia por lo que consideran su utilidad[41]. Las últimas seis cuestiones del libro VI el dominico español las dedica al espinoso tema de los contratos de cambio. La complejidad de la materia radica a su juicio en las nuevas y cambiantes modalidades de usura que reviste la práctica de este tipo de contratos. Situación que cobra elevados niveles de confusión por culpa de la disparidad de pareceres entre los doctos que conocen el problema. Soto distingue dos clases de cambio: la primitiva, sincera y natural que entrega un artículo por otro (calzado por vestido), insuficiente para mantener los bienes por mucho tiempo o transportarlos de un lugar a otro para su transacción. La segunda es el dinero, medida y precio de las mercancías que facilitó su intercambio. El arte de cambiar (ars campsoria) consiste en el oficio o ejercicio del negocio (implica por consiguiente la existencia del lucro) del cambio de dinero[42]. Aclara que el cambio debe distinguirse de la locación y el mutuo. El cambio contiene una transferencia de dominio que no existe en la locación. El mutuo comporta transferir el dominio para restituir sólo el principal. En el cambio se repone el capital aumentado con el interés. Asimismo, llama cambio puro al cambio local (permuta de dinero por dinero, cuya cantidad se adquiere en un lugar para restituirla en otro) o menudo (se trueca una moneda por otra distinta en sustancia, calidad y cantidad) que no esté contaminado de injusticia ratione expectati temporis, o sea, aumento del precio del dinero en el cambio por razón del lapso que corre (distantia temporis) entre la entrega del mismo y su recuperación. Soto llama a este tipo de cambio seco (cambium siccum), porque pare contra naturam rerum. Ganancia usurera que califica injusta e inmoral por antinatural[43]. En sí, dice Soto, este arte goza de licitud en el sentido que no contiene práctica alguna contra naturam, a condición que se ejerza conforme las necesidades de la nación. De hecho proporciona muchos beneficios a sus clientes al ahorrarles cantidad considerable de esfuerzos y gastos que su ausencia les obligaría afrontar para adquirir, conservar y ofrecer monedas. Además está dispuesto a aceptar monedas de difícil circulación por aquellas de curso común siempre que estén anuentes a pagarle un precio más elevado[44]. Los títulos que permiten percibir ganancia en el oficio de cambista son los gastos y trabajos que envuelve el riesgo de transportar dinero de un lugar a otro (distantia loci) a consecuencia de los asaltantes y los conflictos bélicos. Empero, de igual forma que con los comerciantes, congruente con la visión de la época acerca del dinero como simple medio de cambio que debía guardarse sin más por improductivo, Soto tiene en mayor estima las ganancias de los agricultores que la de los cambistas. Se le antoja injusto que la esterilidad del dinero rente más que la productividad de la tierra, que plácidamente sentados ante su mesa los cambistas ganen más que quienes se entregan al cultivo de la tierra y otras profesiones que viven del trabajo manual y del sudor de su frente[45]. Contradice el cobro de interés en los cambios ratione lucri cessantis (a causa del lucro cesante), al que juzga de pretexto inventado para ocultar usura. Piensa que el lucro cesante no existe, pues los cambistas no se privan de ninguna ganancia, toda vez que el cambio es su único negocio[46]. Es claro que Soto no admite la “ley de Wieser” o costo de oportunidad. Tampoco aceptó la “ley de preferencia temporal” (Eugen von Böhm-Bawerk) al negar que el dinero presente valga más que el ausente. Sí aprobó con el mayor desatino el funcionamiento de la banca con coeficiente de reserva fraccionaria al sostener que el depósito irregular no implica la obligación de mantener la completa disponibilidad del equivalente específico por parte del depositario de la cantidad y calidad del bien fungible (tantundem) entregada por el depositante. Por cuanto este último traslada al banquero no sólo la propiedad sino la plena disponibilidad de lo depositado, a saber, autoriza al depositario la legítima utilización del mismo en forma de préstamo.[47]
*Editor de Eleutheria. Profesor de Filosofía Social, en la Universidad Francisco Marroquín.
[1] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 379, 383, 390; ROTHBARD M. N., op. cit., 132; VIDAL M., op. cit., 25.
[2] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 382; FERNANDO GARCIA L., “Salamanca (escuela de)”, en LACOSTE J.-Y. (ed.), Diccionario Crítico de Teología = Akal / Diccionarios 48, Akal, Madrid 2007, 1100.
[3] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 179; IDEM., Economía y Etica en el Siglo XVI, 228, 351, 454 (nota 269); PENA GONZALEZ M. A., op. cit., 43.
[4] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 380, 381, 388; BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), El Pensamiento Político en sus Textos. De Platón a Marx, Tecnos, Madrid 1994, 145; CENTRO DE ESTUDIOS FILOSOFICOS DE GALLARATE, op. cit., 1379; FERNANDO GARCIA L., op. cit., 1100; SANTIDRIAN P. R., op. cit., 472.
[5] Cf. BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), op. cit., 144; DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 272; FERNANDO GARCIA L., op. cit., 1100; FRAILE G., op. cit., 318, 319-320, 322, 323; HOLMES A. F., “Vitoria, Francisco de”, en ATKINSON D. J. – FIELD D. H. (eds.), Diccionario de Etica Cristiana y Teología Pastoral, CLIE – Andamio, Barcelona 2004, 1180; MARTIN MARTIN V., El liberalismo económico. La génesis de las ideas liberales desde San Agustín hasta Adam Smith = Historia del Pensamiento Económico 16, Síntesis, Madrid 2002, 108; TOUCHARD J., Historia de las Ideas Políticas, Tecnos, Madrid 41981, 213.
[6] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 350; FRAILE G., op. cit., 318.
[7] Cf. CENTRO DE ESTUDIOS FILOSOFICOS DE GALLARATE, op. cit., 1379; D’ANGELO RODRIGUEZ A., Diccionario Político, Claridad, Buenos Aires 2004; GINER S., Historia del Pensamiento Social, Ariel, Barcelona 102002, 219; HOLMES A., op. cit., 1180; MOYA CANTERO E., “Vitoria, Francisco de”, en MUÑOZ J. (ed.), Diccionario Espasa Filosofía, Espasa Calpe, Madrid 2003, 898.
[8] Cf. ALVAREZ C. E., “Vitoria, Francisco de”, en GONZALEZ J. L. (ed.), Diccionario Ilustrado de Intérpretes de la Fe, CLIE, Terrassa (Barcelona) 2004, 469; BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), op. cit., 145, 146; CENTRO DE ESTUDIOS FILOSOFICOS DE GALLARATE, op. cit., 1379-1380; DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 346, 350; FERNANDO GARCIA L., op. cit., 1101; FRAILE G., op. cit., 321 GALINDO GARCIA A., op. cit., 400; GINER S., op. cit., 219; GONZALEZ J. L., Historia del Pensamiento Cristiano 3. Desde la Reforma Protestante hasta el siglo veinte, Caribe, Nashville (USA) 2002, 216; HOLMES A. F., op. cit., 1180; MARTIN MARTIN V., op. cit., 120; MOYA CANTERO E., op. cit., 898. SCHNEPF R., “Francisco de Vitoria (Relectiones de Indis recenter inventis et de jure belli Hispanorum in barbaros)”, en VOLPI F. – MARTINEZ RIU A. (eds.), Enciclopedia de Obras de Filosofía 3: R-Z, Herder, Barcelona 2005, 2187.
[9] Cf. BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), op. cit., 144, 145; CENTRO DE ESTUDIOS FILOSOFICOS DE GALLARATE, op. cit., 1380; DUSSEL E., Desintegración de la Cristiandad Colonial y Liberación, 109; IDEM, Hacia una Filosofía Política Crítica = Palimpsesto Derechos Humanos y Desarrollo 12, Desclée de Brouwer, Bilbao 2001, 355; FERNANDO GARCIA L., op. cit., 1100; FRAILE G., op. cit., 313, 320, 330, 332; GONZALEZ J. L., op. cit., 61, 216; SCHNEPF R., op. cit., 2188.
[10] Cf. GONZALEZ J. L., op. cit., 216.
[11] Cf. BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), op. cit., 144; CENTRO DE ESTUDIOS FILOSOFICOS DE GALLARATE, op. cit., 1379; FERNANDO GARCIA L., op. cit., 1101; FRAILE G., op. cit., 323, 324-325, 326, 327.
[12] Cf. GINER S., op. cit., 221; MOYA CANTERO E., op. cit., 898; ROTHBARD M. N., op. cit., 133.
[13] Cf. BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), op. cit., 146; FERNANDO GARCIA L., op. cit., 1101; FRAILE G., op. cit. 331.
[14] BELDA PLANS J., op. cit., 313, 334; BOTELLA J. – CAÑEQUE C. – GONZALO E. (eds.), op. cit., 145-146; CENTRO DE ESTUDIOS FILOSOFICOS DE GALLARATE, op. cit., 1380; FRAILE G., op. cit., 328, 329, 330; MOYA CANTERO E., op. cit., 897, 899.
[15] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 225, 228, 273, 291.
[16] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 529-530.
[17] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 453; HERNANDEZ B., “El Cristianismo y los orígenes del Capitalismo”, en CORTES PEÑA A. L. (ed.), Historia del Cristianismo III. El mundo moderno, Trotta – Universidad de Granada, Madrid 2006, 280.
[18] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 216, 217, 231, 247, 287; 293; GALINDO GARCIA A., op. cit., 68; HERNANDEZ B., op. cit., 279; LLANOS ENTREPUEBLOS J., Tomás de Aquino. Circunstancia y biografía, USTA, Bogotá 51993, 30; RICOSSA S., op. cit., 332; VIDAL M., op. cit., 604.
[19] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 494-495, 496-498; HERNANDEZ B., op. cit., 287; MULDER Th., “Economía, Teorías”, en O’NEILL Ch. E. – DOMINGUEZ J. M.ª (eds.), op. cit., 1179, 1182.
[20] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 488, 489, 490 , 491; PENA GONZALEZ M. A., op. cit., 55, 64; ROTHBARD M. N., op. cit., 134; VIDAL M., op. cit., 582.
[21] Cf. VOLPI F., “(Francisco) Domingo de Soto (De iustitia et iure)”, en IDEM, – MARTINEZ RIU A. (eds.), Enciclopedia de obras de Filosofía 3: R-Z, Herder, Barcelona 2005, 2016.
[22] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 489, 490; VOLPI F., op. cit., 2016.
[23] Cf. VOLPI F., op. cit., 2016.
[24] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 335.
[25] Cf. DEL VIGO A., op. cit., 341-342.
[26] Cf. ibid., 342.
[27] Cf. ibid., 336-337.
[28] Cf. ibid., 337, 347-348.
[29] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 490, 491.
[30] Cf. ibid., 491; DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 450-451, 459, 460; HERNANDEZ B., op. cit., 280, 281.
[31] Cf. DEL VIGO A., op. cit., 451; GALINDO GARCIA A., op. cit., 283.
[32] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 434; DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 333; IDEM, Economía y Etica en el Siglo XVI, 451; GALINDO GARCIA A., op. cit., 283; HERNANDEZ B., op. cit., 289.
[33] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 451.
[34] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 494; DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 478, 479; HERNANDEZ B., op. cit., 282.
[35] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 494; DEL VIGO A., op. cit., 529, 531.
[36] Cf. DEL VIGO A., op. cit., 376.
[37] Cf. DEL VIGO A., op. cit., 532, 554.
[38] Cf. DEL VIGO A., op. cit., 581, 582.
[39] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 494; DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 340.
[40] Cf. DEL VIGO A., op. cit., 388; IDEM, Economía y Etica en el Siglo XVI, 604.
[41] Cf. DEL VIGO A., Economía y Etica en el Siglo XVI, 562.
[42] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 194, 214.
[43] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 237, 262, 270, 291, 393; HERNANDEZ B., op. cit., 279, 296, 298.
[44] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 222, 278, 282.
[45] Cf. BELDA PLANS J., op. cit., 494; DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 231, 336, 369.
[46] Cf. DEL VIGO A., Cambistas, mercaderes y banqueros, 333; MULDER Th., “Economía, Teorías”, 1182.
[47] Cf. HAYEK F. A., Las Vicisitudes del Liberalismo. Ensayos sobre Economía Austriaca y el ideal de libertad = Obras Completas IV, Unión, Madrid 1996, 121; HERNANDEZ B., op. cit., 280; HULSMANN J. G., op. cit., 156; ROLL E., Historia de las Doctrinas Económicas, Fondo de Cultura Económica, México 32003, 368; SELIGMAN B. B., Principales Corrientes de la Ciencia Económica Moderna (El Pensamiento Económico después de 1870), Oikos-Tau, Barcelona 1966, 133, 347, 349, 351, 366.