COMPARACION ENTRE LA REVOLUCION
NORTEAMERICANA Y LA FRANCESA
Rigoberto Juárez-Paz*
I
Friedrich van Gentz (1764-1832)[1], el autor del ensayo cuya versión española hemos realizado, fue un conocido político y pensador alemán que en una época tuvo tan alta opinión de la Revolución Francesa que llegó a considerarla “el primer triunfo práctico de la filosofía”. Pero en 1800, cuando escribió y público el presente estudio, su opinión ya había cambiado radicalmente.
Por una parte, Gentz encuentra en la Declaración de independencia de los Estados Unidos la fuente y origen de los llamados Derechos del Hombre, cuya proclamación generalmente se asocia con la Revolución Francesa y, por la otra, él sostiene que “en todo el proceso de la Revolución Norteamericana jamás se invocaron los derechos del hombre para justificar la destrucción de los derechos de un ciudadano… Nunca se le ocurrió a ningún legislador o estadista en Norteamérica atacar la legalidad de constituciones extranjeras y establecer la Revolución Norteamericana como una nueva época en las relaciones generales de la sociedad civil”.
De manera que según él, la Revolución Francesa ni fue original al proclamar los derechos del hombre, pues los norteamericanos ya lo habían hecho el 4 de julio de 1776, ni tuvieron los dirigentes franceses la sabiduría política de sus antecesores norteamericanos, ya que estos no permitieron que las ideas especulativas, que erróneamente creyeron necesarias para justificar su independencia, tuvieran ningún influjo apreciable sobre sus decisiones prácticas. En otros términos, los norteamericanos no cometieron el absurdo político de destruir en la práctica los derechos concretos de los ciudadanos, en aras de los derechos abstractos del Hombre, ni jamás se les ocurrió pensar que su revolución era exportable, como diríamos ahora. Además, en tanto que la revolución norteamericana fue defensiva, la francesa fue ofensiva; en tanto que la Revolución Norteamericana tenía una finalidad específica, la Francesa nunca la tuvo.
Como puede advertirse fácilmente, Gentz pone énfasis sobre la superior sabiduría política de los norteamericanos. Precisamente porque éstos no estaban poseídos por la “mortífera pasión por los experimentos políticos con teorías abstractas y sistemas aún no probados”, hicieron una revolución en defensa de los derechos de los ciudadanos norteamericanos, en tanto que la Revolución Francesa “empezó con una violación de derechos y cada una de sus etapas fue una violación de derechos”.
Pese a todo ello, él deplora la “ociosa declaración de derechos” de la primera parte de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
“Cuando en el curso de los acontecimientos humanos” reza el famoso texto de Jefferson, “se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.
“Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad”.
¿Por qué considera Gentz que la proclamación de los derechos del Hombre que contiene el texto arriba citado es ociosa? ¿Por qué deplora que Thomas Jefferson y sus compañeros no se hayan limitado a exponer los “claros y legales motivos” de su rebelión, ello es a exponer la larga lista de cargos en contra del Rey Jorge III de Inglaterra, que de hecho constituye la mayor parte del texto de la declaración de independencia?
Al calificar de ociosa la declaración de derechos, él afirma que era innecesario o que no servía ningún propósito el proclamarlos. Los norteamericanos no tenían ninguna necesidad de invocar esos derechos para justificar plenamente su separación de Inglaterra. Eran tantos los derechos positivos de los norteamericanos que los ingleses habían violado que no hacía falta recurrir a los derechos abstractos del hombre para mostrar la necesidad y la justicia de sus acciones.
Por otra parte, la sola lectura atenta del texto de la Declaración de Independencia es suficiente para ver que Gentz está en lo correcto al calificar de ociosa, en el sentido que interesa, la declaración de derechos. El texto arriba citado dice que cuando se hace necesario disolver los vínculos políticos que han ligado un pueblo a otro, “un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impelen a la separación”. Ahora bien, las causas que impulsaron a los norteamericanos a declarar su independencia son totalmente ajenas a los derechos inalienables que se proclaman en el preámbulo. La declaración de derechos es ociosa o innecesaria en el sentido apuntado, pues no responde estrictamente al propósito expreso de la Declaración de Independencia, en tanto que sus autores de hecho la consideraban como una exposición de las causas de su separación que, en este caso, era una larga lista de cargos en contra del Rey de Inglaterra.
La declaración de derechos generaliza y trata de justificar cualquier movimiento de independencia, sienta las bases de todo gobierno legítimo y proclama el derecho a la rebelión, todo lo cual no formaba parte del propósito inmediato de la redacción de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
Gentz también deplora el ejemplo revolucionario que la independencia de los Estados Unidos accidentalmente dio al mundo, especialmente a Francia, pues él estaba convencido de que “los franceses copiaron fielmente a los norteamericanos sólo en dos cosas: en la declaración de los derechos del hombre y en el papel moneda, de las cuales la primera era la más ociosa y la segunda la más objetable”, y creía firmemente que el intento de llevar a la práctica doctrinas abstractas acerca del hombre y de la sociedad había acarreado a Francia, y al resta del mundo civilizado, toda clase de infortunios.
II
Cualquiera que sea el juicio de los especialistas acerca de la exactitud histórica del ensayo de Gentz, para nosotros tiene importante actualidad el análisis crítico del pensamiento revolucionario que sus juicios sugieren. Es nuestra opinión que si fue necesario analizar críticamente el pensamiento revolucionario de fines del siglo dieciocho, como magistralmente lo hiciera Edmund Burke, tanto o más necesario es analizar críticamente el pensamiento revolucionario de nuestro tiempo, aun cuando aquí sólo podamos ofrecer algunas consideraciones que estimamos fundamentales para dicho análisis.
Hoy, como entonces, hay una conspiración mundial inspirada por “una pasión por los experimentos políticos con teorías abstractas”. Pero en tanto que ayer se negaban en la práctica los derechos de los ciudadanos en nombre de los derechos del Hombre, hoy se niegan los derechos de los individuos en nombre de los derechos de la Sociedad, del Estado, o del Pueblo.
Las abstracciones que son la Sociedad, el Estado o el Pueblo, han reemplazado a la abstracción que es el Hombre, pero en ambos casos en la práctica el resultado es el mismo: los individuos pierden cada vez más sus derechos y los adquiere el mítico súper-individuo que es el Estado. Y si a fines del siglo dieciocho el pensamiento revolucionario era patrimonio de una elite intelectual, en nuestro tiempo ese pensamiento ha llegado a todos los pueblos del planeta, y ha llegado envuelto en una mística cuasi-religiosa y en alas de un lenguaje altamente emotivo que dificulta aún más el análisis racional de los problemas políticos y sociales.
Esta situación ha hecho posible que quienes en la práctica niegan la libertad individual, en teoría proclamen la liberación de la colectividad; que quienes en la práctica son enemigos de la justicia, en teoría proclamen la justicia social; y que quienes en la práctica son enemigos de la democracia, en teoría proclamen la dictadura del proletariado y a eso le llamen ‘democracia popular’.
¿Como explicarnos tanta contradicción teórico-práctica? ¿Existe acaso un bien coordinado esfuerzo diseñado para engañar a las grandes mayorías con los señuelos de los perennes ideales de libertad, democracia y justicia, ideales que ya han sido vaciados de su antiguo contenido? ¿Hay talvez un intento deliberado de poner vinos nuevos en odres viejos y de hacerlos pasar por los añejos?
Una respuesta afirmativa a estas interrogantes posiblemente describa las tácticas que de hecho se utilizan para reclutar correligionarios de la causa revolucionaria mundial contemporánea, pero no nos ayuda a entender el origen de las contradicciones que caracterizan el pensamiento revolucionario de nuestros días. Como veremos más adelante, esas contradicciones se originan en la redefinición que se ha hecho de los términos ‘libertad’, ‘democracia’ y ‘justicia’.
Mientras tanto cabe señalar que el pensamiento revolucionario contemporáneo es mucho más beligerante que el pensamiento revolucionario de fines del siglo dieciocho, precisamente porque es mucho más ‘filosófico’. Cuando Hegel elaboró su grandioso esquema conceptual posiblemente no imaginó que esa compleja construcción a priori sería impuesta a la realidad del mundo y que, como resultado de ello, las necesidades lógicas de su sistema se traducirían en necesidades del mundo real. La necesidad del desarrollo dialéctico del espíritu, para seleccionar un tema fundamental de su filosofía, se transformó en la necesidad del desarrollo dialéctico del mundo material, en el pensamiento de Marx. Pero si bien la adaptación que hizo Marx del sistema hegeliano permanece dentro de los límites de la filosofía, la aplicación de dicha adaptación al estudio de la historia, de la economía y de la política ha producido una extraña ideología que, por causa de su propio contenido conceptual, amenaza con destruir los cimientos mismos de la civilización occidental. La necesidad lógica de la superación de la contradicción entre conceptos se ha transformado en la necesidad histórica de la superación de la contradicción entre sistemas de organización social. En otros términos, la oposición lógica, que sólo se da, entre conceptos, ha sido transformada en lucha, y de esa forma se ha instaurado la violencia como el motor del desarrollo social.
Con base en esa ideología, cuyo origen es epistemo lógicamente dudoso y cuya falsedad ha sido comprobada en innumerables casos, se han redefinido los términos que describen elementos fundamentales de la civilización occidental, de manera que “en los nidos conceptuales de antaño no hay pájaros hogaño”. Justicia ya no significa el imperio del derecho; libertad ya no significa la posibilidad de elegir; y democracia ya no significa libre convivencia. Los viejos términos han adquirido nuevos significados en los contextos de las nuevas teorías, las curies han sido formuladas a priori o han sido deducidas de un sistema a priori. Pero puesto que estas teorías no se ajustan a la realidad del mundo y por doquiera se han transformado en instrumentos políticos, se ha hecho necesario decretar su verdad y mantener esa verdad por la fuerza.
*El doctor Rigoberto Juárez-Paz es vicerrector emeritus de la Universidad Francisco Marroquín.
[1] La versión española del ensayo de Gentz la hemos hecho de la traducción inglesa que del texto original alemán hiciera John Quincy Adams, Sexto Presidente de los Estados Unidos, y que Stefan Possony reprodujera en Three Revolutions, Henry Regnery Co., Chicago, 1959.