Discriminadores, sexistas, racistas

 

Por Karen Cancinos

 

¿Qué opina de la libertad de expresión? ¿Se da cuando permite que otros expresen ideas con las que concuerda? ¿O más bien cuando las permite aun si se da el caso de que no las comparte o, más todavía, las adversa porque le parecen grotescas u ofensivas? Quizá responderá afirmativamente a la segunda pregunta.  

 

¿Qué opina de la libertad de asociación? ¿Se cuenta entre sus fervientes partidarios cuando los otros se asocian en formas que usted aprueba? ¿O la respalda también cuando se asocian de maneras que considera inapropiadas o despreciables? Quizá su respuesta no sea tan decidida. Y es que la libertad de asociación requiere que uno acepte que siempre habrá quienes se asocien de maneras que uno encuentra extrañas, o incluso repulsivas.

 

Ilustremos esto con dos ejemplos del pasado. Las Leyes de Nuremberg del régimen hitleriano prohibieron en 1936 los matrimonios “mixtos”, de alemanes con judíos u otros no alemanes. En algunos estados de Estados Unidos estaban prohibidos los matrimonios interraciales hace apenas cinco décadas. Ambos casos representan violaciones a la libertad de asociación… ¿quién es cualquier Führer o congresista para prohibir a la gente casarse con quien prefiera?

 

Ahora bien, ¿cuál sería el análisis de haber estado estas disposiciones orientadas al revés, es decir, que hubiesen forzado matrimonios mixtos o interraciales en lugar de prohibirlos? La asociación forzosa no es libertad de asociación, ¿verdad? De hecho es una característica del totalitarismo.

 

Muchos parecen dispuestos a suscribir la libertad de asociación si se habla de matrimonios pero, ¿qué hay de la libertad de asociación en casos menos obvios? Me explico. Si un grupo de mujeres formamos una asociación privada de la cual están excluidos hombres y mujeres menores de edad, ¿por qué habría alguien de forzarnos a admitir hombres y niñas? ¿Y si un grupo de hombres decidiesen formar una asociación masculina de cuya membresía sus estatutos expresamente excluyeran mujeres? ¿En nombre de qué o de quién habría que obligarlos a admitirnos?

 

¿Qué hay si alguien quiere trabajar para mí pero yo no quiero emplearlo, por la razón que sea? Puede alegar discriminación, claro, pero discriminar es seleccionar, así que todos somos discriminadores porque estamos seleccionando todo el tiempo actividades, relaciones de colaboración, amistades y afectos. También somos sexistas y racistas. En mi caso, sabía lo que quería: un hombre guapo, coetáneo y latino. Estaban excluidos de mi consideración los mucho mayores o mucho más jóvenes que yo, los asiáticos, negros y nórdicos, y las mujeres de toda edad y etnia. La libertad de asociación, me alegra reportar, favoreció un feliz matrimonio.

 

Entonces, que una sororidad no admita hombres, que una fraternidad no admita mujeres, que un empleador no contrate a alguien porque le encuentra rasgos que le parecen indeseables, que un negocio tenga criterios sobre a quién admitir y a quién no, que todos tengamos criterios sexistas y racistas para elegir pareja, son todos hechos discriminatorios, pero lo relevante es que constituyen manifestaciones de una libertad fundamental para convivir pacíficamente en sociedad: la libertad de asociación.

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