Opiniones en torno al papel del gobierno
Julio César De León Barbero*
Viene del número de Primavera 2009
Como ha quedado dicho, el individualismo introdujo en la cultura europea una nueva manera de concebir y entender la vida de los hombres en sociedad imponiendo, así, una forma novedosa de ver y entender la economía, la política y la moral.
Desde entonces las preguntas y problemas de teoría social no pueden sino tener en cuenta la perspectiva individualista. El papel del aparato de fuerza que es el gobierno, por ejemplo, levanta de inmediato la pregunta por sus funciones y la legitimidad de las mismas. No se prescinde del aparato gubernamental pero se interroga acerca del papel que legítimamente le corresponde desempeñar. ¿Qué rasgos corresponden a una teoría sobre el gobierno en perspectiva liberal?
Primero, no es cuestión de proponer un determinado tipo de gobierno, lo cual constituiría una aventurada propuesta. Se trata de ir más allá de la forma para llegar a los asuntos de fondo tales como la razón de ser del monopolio de la fuerza. Porque independientemente de la forma que adquiera el gobierno éste no es sino la concentración exclusiva de la fuerza y la facultad de coerción.
En esta línea de preocupaciones el liberalismo, fundado en el individualismo, construye una visión del gobierno en la que el asunto de los límites del ejercicio del poder adquiere enorme relevancia. Aunque ciertamente hubo un tiempo en el que la forma del gobierno ocupó un sitio prominente en la teoría social. En efecto, desde Aristóteles hasta finales de la Edad Media, dicha discusión giró en torno a los tres tipos de gobierno (enunciadas por el mismo Homero): El gobierno de uno, el gobierno de pocos y el gobierno de muchos.
Cada una de las tres formas de gobierno fue defendida o vilipendiada por los más variados autores, tratando de mostrar tanto las bondades o desventajas de una en comparación con las otras dos. Incluso las definiciones variaban de una postura teórica a otra. Por ejemplo, para Platón la aristocracia era eminentemente intelectual mientras que para Aristóteles era económica. Tenían que pasar centurias antes de que dicha discusión quedara completamente abandonada.
En efecto, a partir de la publicación en 1748 de la obra El espíritu de las leyes, de Montesquieu, la discusión en torno a la mejor forma de gobierno comenzó a perder vigencia. Dos razones empleó Montesquieu para abandonar aquellas discusión: a) las tradiciones locales son variadas por lo que debe esperarse distintas concepciones de carácter político-social; y, b) el gobierno no necesariamente es garante de los derechos individuales ni promotor del bienestar de la gente, sin importar la forma que adquiera. De esta manera si se quiere preservar la libertad de los individuos, deberá tenerse en cuenta que: Il fault que le pouvoir arrête le pouvoir, sólo el poder puede refrenar al poder. Y el poder que puede contener al poder no es otro que el poder del derecho.
Montesquieu reconocía así que los derechos individuales estaban por encima del aparato de gobierno y por lo tanto su prevalencia debería ser un dique capaz de mantener limitado el ejercicio del poder gubernamental.
Hoy ya no se trata de si hay o no hay una forma superior o mejor de gobierno. Independientemente de lo que queramos entender por “superior” o “mejor”. Es más, si pensamos en que alguna de las formas de gobierno puede mantener la libertad, administrar justicia y permitir el bienestar ciudadano, estamos mal encaminados ya que las tres formas de gobierno han demostrado permitir el uso abusivo y despótico del poder.
Hoy se trata más bien de preguntar por los instrumentos que puedan facilitarle al ciudadano una efectiva defensa de la arbitrariedad gubernamental. Pero ¿qué justifica el establecimiento de límites al poder dado a los gobernantes? Si se trata de un imperativo, ¿qué argumentos lo sostienen?
Comenzamos por darnos cuenta de que estamos ante una cuestión de principios en el momento de reconocer que quienes gobiernan poseen y ejercen jurisdicción y autoridad no sólo geográficamente sino sobre quienes habitan el territorio. Y quienes tienen jurisdicción y permiso para el uso de la fuerza no son seres extraordinarios; al contrario, padecen la mismas limitaciones que todos los demás tenemos. Esto en cuanto al conocimiento que podemos tener acerca de la realidad tiene implicaciones importantes. Por el momento solamente reconozcamos que nadie en este mundo puede poseer todo el conocimiento de modo que esté en capacidad de indicar a cada ciudadano cuáles son las decisiones más acertadas o cuál es el modo de vivir más recomendable.[1]
Lo anterior parece evidente e incuestionable, no obstante la gran mayoría de teóricos sociales y políticos no logran asimilar esa verdad. Por ello, parte de la miseria de las ciencias sociales es creer y promover la idea de que los funcionarios públicos son capaces de planificar acertadamente la casi totalidad de actividades ciudadanas. Y aun partiendo de un grave error epistemológico tales propuestas se toman como “científicas”. Y como un error regularmente conduce a otro aparte de dar lugar a medidas y políticas gubernamentales funestas y desastrosas sino violadoras de los elementales derechos de la persona.
Así pues las limitaciones epistemológicas inherentes a la finitud e imperfección humana es un argumento a favor de establecer límites al ejercicio del poder. Otra razón, no menos importante, se relaciona con cuestiones axiológicas. Desde la época griega pero en particular a partir de los últimos veinticinco años del siglo diecinueve, al producirse la revolución marginalista, el asunto de que las valoraciones, los gustos y las apetencias son asunto de cada individuo. Por lo tanto es de dudar seriamente que pueda justificarse el hecho de que algún ser humano esté en la capacidad de saber mejor que lo demás lo que les conviene en la búsqueda de su propia dicha o felicidad.
No obstante, casi en todas partes, los gobernantes a menudo están convencidos de que han de tratar a la sociedad (es decir, a todos los demás) como si estuvieran al frente de una organización o negocio de su propiedad. No puede dejarse uno de preguntar por qué actúan así. De tanto no encontrar justificaciones razonables se llega a la conclusión de que tal proceder es consecuencia de un error: Creer que si se deja a las personas en libertad para elegir y perseguir sus fines entonces se desatará la guerra y terminará la armonía y la cooperación pacífica entre los humanos.
Error teórico injustificable pues la paz y la armonía de la vida en sociedad no depende de que todos vayamos tras los mismos fines; no es consecuencia del sacrificio de las metas individuales en aras del interés colectivo. De nuevo un punto de partida erróneo deriva en más errores por eso es que de tales desaciertos llegar a la ingeniería social no requiere más que un paso. Porque se llega a considerar a los seres humanos como materia con la cual construir un modelo o un tipo determinado de sociedad.
Las consecuencias del proceder descrito arriba no son como para ser objeto de análisis en el trabajo presente. Lo que si hemos de afirmar reiterativamente es que las valoraciones como asunto de personal incumbencia constituyen una característica esencial de la acción humana. Es más, la acción humana para ser considerada libre, mejor aún, para considerarse auténticamente humana, debe darse siempre en función de metas y propósitos personales del actor.
Si el gobierno, por el contrario, fija metas incompatibles con el interés individual, o lo que es peor, metas que van abiertamente en contra del interés del ser humano individual, lo que se dará ya no puede llamarse acción humana libre. Actuar en función de alcanzar fines que nos son arbitrariamente impuestos ya no es vivir en libertad; es estar inmerso en un ambiente tiránico, despótico, esclavista y totalitario.
Damos por sentado que no se vive en situación en situaciones extremas de calamidad pública, en un estado excepción: guerra, desastre natural, etc.; tampoco nos referimos a situaciones en las que un ser humano, libremente elige el camino del autosacrificio o la autoinmolación en aras del bien de un tercero. Acción, esta última, que, por otro lado, únicamente puede tener peso y significado moral si y sólo sí ha sido producto de una elección libre.
Cuál debe ser el papel del gobierno constituye, pues, una cuestión fundamental en la teoría política y social. Desde hace quinientos años se concedió importancia a esta cuestión en la filosofía política desarrollándose una serie de propuestas y justificaciones variadas. Haremos referencia sólo a algunas de ellas. Y eso antes de ocuparnos del asunto desde la perspectiva del individualismo propio del pensar liberal clásico.
Maquiavelo y la razón de Estado
Maquiavelo (1469-1527) fue el primero en enfocar la política como aquella responsabilidad pública en la que las funciones deberían desempeñarse alejándose de los cánones de la moral privada. Por esta razón la forma en que Maquiavelo trata la política en la era del decaimiento religioso anterior a la Reforma y la Contrarreforma, es definitivamente laica. Este laicismo se explica si traemos a la memoria que en el tiempo en que Maquiavelo efectúa su tarea intelectual se encontraba en decadencia la idea de una Europa unida por el liderazgo político del Emperador romano y ni qué decir de la égida espiritual del Papa. Súmese a lo anterior la tendencia hacia la autarquía de los Estados y el emergente nacionalismo. Hechos que sobre todo en los Estados italianos (particularmente en Florencia) alimentaban un patriotismo a veces extremo.
En su obra más conocida Maquiavelo propone como primera obligación del gobierno la autosuficiencia militar.
Pero las armas con que un Príncipe defiende su Estado son las suyas propias o armas mercenarias, o auxiliares o armas mixtas.
Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas. Si un Príncipe apoya su Estado con tropas mercenarias, no estará firme ni seguro nunca, porque ellas carecen de unión son ambiciosas, indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de los amigos y cobardes contra los enemigos, y que no tienen temor de Dios, ni buena fe con los hombres. Si uno con semejantes tropas, no queda vencido, es únicamente cuando no hay todavía ataque. En tiempos de paz te pillan ellas; y en el de guerra, dejan que te despojen tus enemigos.
La causa de esto es que ellas no tienen más amor, ni motivo que te las apegue que el de su sueldecillo; y este sueldecillo no puede hacer que estén resueltas a morir por ti. Tienen ellas a bien ser soldados tuyos mientras que no hacen la guerra; pero si ésta sobreviene, huyen ellas y quieren retirarse.[2]
Tal autosuficiencia militar era de la mayor urgencia ya que el Estado debe actuar también sin escrúpulos, sin contemplaciones, despiadadamente incluso. Reclamos que fuera del terreno teórico encontraron referentes inspiradores en los hechos: En César Borgia, en los principales Estados italianos, en Fernando rey de España y hasta en algún Papa como Julio II.
Esta manera de pensar tenía que desembocar en una moral específica, especial para el Estado: moral estatal en la cual los valores son únicamente una mera conveniencia circunstancial y sirven para lograr el objetivo principal del Estado: éxito en las acciones emprendidas y asegurar ventajas mientras se procede.
Los individuos deben observar las normas y valores morales invariablemente pero el Estado no. Maquiavelo lo expresó sin discusión así:
Nos resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados y amigos. Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo mismo, después de ellos no incurriré en el cargo de presunción, supuesto que no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin escribir una cosa útil para quien la comprende, he tenido por más conducente seguir la verdad real de la materia que los desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella; porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron ni existieron nunca. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y saber cómo deberían vivir ellos que el que, para gobernarlos, abandona el estudio de lo que se hace para estudiar lo que sería más conveniente hacerse aprende más bien lo que debe obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella; supuesto que un príncipe que en todo quiere hacer profesión de ser bueno, cuando de hecho está rodeado de gentes que no lo son, no puede menos que caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario, que un príncipe que desea mantenerse aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad según que las circunstancias lo exijan.[3]
Se desprende de lo anterior que el Estado debe actuar siempre ofensivamente; coaccionado ya sea por medio de la legislación o por la amenaza y el uso de la fuerza. Entonces la política se puede definir, desde la perspectiva maquiavélica, como el recurso a la fuerza violenta:
Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo, pertenece a los animales; pero como a menudo no basta con aquél, es preciso recurrir al segundo. Le es, pues, indispensable a un príncipe el saber hacer buen uso de uno y otro enteramente juntos. Esto es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de la antigüedad, particularmente Aquiles, fueron confiados en su niñez al centauro Chirón para que los criara y educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra cosa sino que ellos tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad bestia y mitad hombre; es decir, que un príncipe tiene necesidad de saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza, y que la una no podría durar si no la acompaña la otra.[4]
Con esta manera de teoriza sobre el Estado, el gobierno, el uso y razón de ser del poder y la fuerza, la función gubernamental se encontró identificada con argumentos que nada tenían que ver con la moralidad común y ninguna relación guardaban con el bienestar general. Todo se hizo girar alrededor de la llamada “razón de Estado”, que contrario al significado del término “razón” incluía cualquier disparate y/o arbitrariedad. Lamentablemente la historia política de los pueblos demuestra lo común que ha sido esta justificación como argumento a lo actuado por los gobernantes.
Martín Lutero y su concepción del Gobierno
Martín Lutero no tenía en su horizonte cuestiones políticas el día que procedió a colocar sus noventa y cinco tesis en la puerta del castillo de la Catedral de Wittenberg (Poder y Eficacia de las Indulgencias, publicado en latín como Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum). Hasta podría decirse que muy poco le llamó la atención la problemática social del momento que le tocó vivir. Cuando se dio a la tarea de reflexionar acerca de la esfera política la redujo al ámbito de lo teológico y con cierto simplismo. Para mayor claridad, redujo las cuestiones de la vida en sociedad a las relaciones hombre-Dios.
Lo anterior no es un mero juicio de opinión, al contrario, es menester tener tales ideas en mente para captar en su auténtica dimensión el pensamiento luterano, a menudo tajante, emotivo, cuando se refriere a cuestiones como la educación, la usura, la obediencia al estado y la concordancia entre la autoridad eclesiástica y civil. Asuntos estos que trató en diversos momentos desde 1518 hasta su fallecimiento en 1546.
El crítico pensamiento de Lutero empezó a conocerse en 1517 con sus Noventa y Cinco Tesis de carácter eminentemente teológico. A la fecha en la que escribió su Manifiesto a la Nobleza Cristiana de la Nación Alemana y el famoso escrito titulado De la Cautividad Babilónica de la Iglesia, en 1520, la evolución intelectual experimentada por Martín Lutero le había conducido a afirmar y a esclarecer sus más decisivos conceptos teológicos. Tales construcciones teológicas son el fundamento desde el cual Lutero abordó, en su momento, cuestiones de carácter social. De acuerdo a esto, si se desea penetrar en las consideraciones luteranas sobre la política es necesario detenerse en las ideas expuestas en su Sermón sobre las buenas obras y en el escrito ya mencionado, Manifiesto a la Nobleza Cristiana de la Nación Alemana.
En general (pero muy en general) podemos afirmar que el Capítulo 13 de la Epístola a los Romanos y el Capítulo 2 de la Primera Epístola de San Pedro que hacen referencia, el primero, a las autoridades temporales como establecidas por Dios y, el segundo, a la obediencia como una de las virtudes cristianas, le proporcionaron a Lutero el horizonte que daría sentido a sus ideas políticas. Eso –hay que aclarar- sin caer en meras citas bíblicas o argumentos escriturales sino exponiendo tal ideario de manera compleja y muy elaborada.
Aquí nos interesa exponer su pertinente concepción del gobierno desarrollada en su teoría de los dos reinos por considerar que es determinante para la manera en que Lutero entiende y aborda los hechos referentes al ámbito político-social.
En conformidad con la teoría de los dos reinos de Lutero Dios ha dado ser a dos esferas distintas que constituyen expresión de su dominio sobre el mundo. Por un lado se encuentra Das Geistliche Reich (el reino del espíritu) y por el otro Das Weltliche Reich (el reino de lo social). El primero es el ámbito de lo espiritual y de la salvación; el otro pertenece a este siglo, es lo mundano y social. Los principios que controlan estas dos esferas son también distintos. El reino del espíritu es gobernado por la revelación especial y su principio de operación es el amor; el reino mundano o social es gobernado por la fuerza, por la espada, por la coacción y su propósito es la paz y la justicia entre los hombres, aquí y ahora.
No es necesario avanzar en exceso en esta forma de ver las cosas para concluir que el enfoque luterano tiene una enorme deuda con la visión que San Agustín desarrolló en su Ciudad de Dios. Al mismo tiempo Lutero tiene algunas coincidencias con las ideas de Thomas Hobbes especialmente aquella que entiende al gobierno como el elemento que evita que los seres humanos (dados al mal) vivan anárquicamente y se dañen entre sí.
El argumento más importante (perdurable y esencial) del pensamiento luterano podría ser, sin embargo, el establecer que el individuo en obediencia y a su propia conciencia, está facultado para resistir al gobierno en todo momento si las acciones gubernamentales van en contra de la Revelación o de la denominada “ley natural”. Esto sería una especie de resistencia pacífica formulada mucho antes de las propuestas similares hechas mucho tiempo después por Henry David Thoreau, Mahatma Gandhi y Martin Luther King.
Thomas Hobbes y su concepción del Gobierno
Thomas Hobbes (1588-1679) hace ostentación en su programa filosófico de un racionalismo extremo, es decir, de una confianza en las capacidades del intelecto humano que lo llevó, por un lado, a eliminar toda consideración religiosa de la vida en sociedad y, por otro, a creer que los hombres han creado deliberadamente los fundamentos de la vida social.
Hobbes publicó su más importante obra de filosofía política, Leviatán, en 1651, obra que constituye una apología del absolutismo estatal y del poder ilimitado de quien gobierna. A la vez, la obra marca un giro hacia la desacralización de las cuestiones propias del ámbito político. En su último capítulo titulado El reino de las tinieblas, Hobbes critica fuertemente a la religión por haber generado en los hombres terribles miedos y temores; los hombres así atemorizados son presa fácil de la manipulación por parte del clero y de quienes detentan el poder.
Esta idea se evidencia en la Introducción a la obra en la cual Hobbes compara el acto creador por el cual el mundo existe con la creación que el hombre ha hecho de la vida en sociedad. En ambos casos el hacedor de la obra manifiesta poseer la inteligencia tanto como las capacidades para dar ser a algo partiendo de la nada. En el caso de la sociedad humana el “hacedor” es el Leviatán cuyo poder absoluto no descansa ni se deriva del poder divino (Hobbes no es creyente sino, prácticamente, ateo) sino de la necesidad de mantener la paz entre los hombres. Paz que, por ser los hombres naturalmente iguales, no puede resultar automáticamente de la vida en común debido al ambiente de guerra y mutua desconfianza que el instinto de supervivencia genera.
Resulta palmario que en Hobbes es muy difícil hacer lugar a un derecho “natural” o a una “ley natural”. En cualquier caso ese derecho o ley natural se limitaría o reduciría a la mera conservación de la existencia física, prerrogativa que en nada diferenciaría a los hombres de las bestias. Por ello la pregunta que Hobbes debe responder es la siguiente: ¿De dónde obtuvieron aquellos hombres-bestia o aquellas bestias-hombre la inteligencia necesaria para darse cuenta que su vida no podía continuar por los cauces establecidos por el instinto de conservación? Dicho en otras palabras: ¿Cómo llegaron aquellos entes bestiales a percatarse de la necesidad de un pacto gracias al cual surgió el gobierno como árbitro que les brindaría paz, tranquilidad y armonía entre sí?
Hobbes en realidad deja sin responder esa cuestión por demás esencial. Sólo admite que el surgimiento del aparato de coerción y fuerza fue fruto de la renuncia (inteligente y civilizada) que los individuos efectuaron al r4eclamo de su derecho a la conservación de su propia vida. De nuevo aquí, algo que necesita aclaración: Según Hobbes, de no mediar aquella renuncia tan inteligente como espontánea la vida de los hombres hubese sido caótica y a la vez anárquica.
John Locke y su concepción del Gobierno
Este filósofo británico que vivió entre 1632 y 1704 adoptó una postura contraria a la sostenida por Hobbes. Para comenzar Locke sostuvo una desconfianza especial respecto a las capacidades de la razón humana que Hobbes, inspirado por un racionalismo ingenuo, considero ilimitadas.
Pero también debe agregarse que en su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke sostuvo la tesis de que no existen ideas innatas y que el conocimiento es resultado de la experiencia sensorial. De ese modo, para Locke, hay claras limitaciones epistemológicas que confieren al saber humano el carácter de parcial y provisional.
Esta manera de ver el conocimiento humano condujo a Locke a concebir el aparato gubernamental como monopolio de un poder y autoridad limitados. No avala Locke el absolutismo del gobierno porque el poder conferido es una atribución que se ha confiado y por ende lleva en sí misma la posibilidad de la revocabilidad.
Escribió Locke:
La libertad del hombre en sociedad consiste en no estar sometido a otro poder legislativo que el que se establece por consentimiento dentro del Estado, ni al dominio de voluntad alguna, ni a las limitaciones de ley alguna, fuera de las que ese poder legislativo dicte de acuerdo con la comisión que se le ha confiado.[5]
Y agregó en otra parte:
La libertad del hombre sometido a un poder civil consiste en disponer de una regla fija para acomodar a ella su vida, que esa regla sea común a cuantos forman parte de esa sociedad, y que haya sido dictada por el poder legislativo que en ella rige. Es decir, la facultad de sguir mi propia voluntad en todo aquello que no está determinado por esa regla; de no estar sometido a la voluntad inconstante, insegura, desconocida y arbitraria de otro hombre…[6]
A las citas anteriores debe agregarse la idea sostenida por Locke respecto a que la función básica del gobierno es garantizar la propiedad por considerarla un derecho que debe ser defendido y protegido, considerado por Locke como fundamental para el bienestar humano y para eso que puede denominarse progreso que es otra forma de considerar la conquista y victoria sobre condiciones no favorables para la vida humana.
Las implicaciones que tiene esta forma de pensar han sido determinantes en el pensamiento político occidental por lo que vale la pena detenernos a considerar algunas de ellas: a) El poder supremo lo posee y lo representa la ley; b) lo anterior lleva a colocar al poder legislativo por encima del poder ejecutivo y por supuesto, la total separación de ambos; c) el poder legislativo tiene, a su vez, restricciones que provienen de derechos entendidos como naturales, a la vida, a la propiedad y a la libertad; d) al ciudadano le asiste el derecho de rebelarse contra el gobierno. Esta resistencia, por supuesto, se diferencia de aquella promovida por Lutero pues la base no es la conciencia individual (como para el reformador) sino lo puramente legal.
Agréguese a lo anterior la idea de que el gobierno debe ser un gobierno laico, eminentemente civil, para que pueda cumplir el cometido de promover la tolerancia en materia de creencias religiosas, propuesta que fue totalmente desconocida por Hobbes y por todos los absolutistas ulteriores.
Jean-Jacques Rousseau y su concepción del Gobierno
Jean-Jacques Rousseau, pensador francés nacido en 1712 y fallecido en 1778 se dio a la tarea de definir y caracterizar lo que entendía por buen gobierno. Por supuesto, en su tiempo acometer semejante empresa no sólo era urgente sino que la misma había constituido el problema central de la teoría política pre-modernEl siglo dieciocho había visto surgir teorías en torno a los problemas sociales y políticos totalmente polarizadas debido a que pertenecían a dos perspectivas opuestas e irreconciliables. Por un lado se dio la defensa de la soberanía y autoridad del gobernante amparado en el “derecho divino” de los reyes y que derivó en el absolutismo de estado. Por el otro, la doctrina de los derechos naturales que consideraban que por el mero hecho de ser hombre el individuo goza de una esfera propia dentro de la cual sus posesiones y sus decisiones le atañen únicamente a él. En términos de autores y posturas se diría que de un lado estaban Maquiavelo y Hobbes y del otro, Locke y Montesquieu.
Ahora bien, de acuerdo a Rousseau la idea la un gobernante soberano, por una parte, y la de un ser humano soberano, por la otra, conducían respectivamente a la tiranía o a la anarquía. Se propuso, en consecuencia, resolver la tensión entre ambas tesis pues para Rousseau es una imposibilidad sostener ambas a la vez.
En su célebre obra El contrato social Rousseau establece que el surgimiento de la sociedad exige que cada ser humano individual renuncie a alguna parte de sí mismo; al proceder de ese modo, todos y cada uno de los individuos dan lugar al surgimiento de una entidad superior a los individuo y distinta de los individuos mismos. Rousseau lo expresa de esta manera:
La persona pública que así se configura, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es denominado estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia en comparación con sus semejantes. [7]
Resalta a todas luces la enorme inclinación de Rousseau por la unidad de la sociedad. Para lograrlo no duda en exigir un total sometimiento del interés particular al interés general. Es más, en este orden de ideas Rousseau acuña un término que mantiene divididos a quienes intentan interpretar su pensamiento: La noción de voluntad general.
Algo está más que diáfano en los argumentos de Rousseau: Mediante el contrato social cada quien se une a todos; se trata de un convenio con la comunidad. De eso no hay duda. En seguida viene la propuesta de que el único soberano es esa voluntad general de la comunidad que no es ni la voluntad particular de cada uno de los miembros de la comunidad y tampoco es la voluntad de la mayoría de la comunidad.
Puede decirse, entonces, que la llamada voluntad general es más bien una cuestión moral ideal gracias a la cual cada ciudadano es impulsado a actuar sólo persiguiendo el bienestar colectivo.
Podemos, a la vez, dejar de lado la falsa percepción de Rousseau respecto a que la voluntad general es un ente existente con características de super-persona, y por lo tanto es “alguien” independiente de los individuos (denominada cuerpo, yo, persona pública) todo lo cual constituye un gravísimo error. Rescatemos, no obstante, el que quizás haya sido el aporte más importante del pensamiento de Rousseau: su propuesta de la soberanía popular.[8] Este énfasis hizo de Rousseau un impulsor de la democracia a pesar de haber desconfiado claramente de todos los tipos de gobierno cuestión que, por cierto, no llegó a desarrollar ni amplia ni sistemáticamente.
Agregamos a continuación algunas otras consideraciones sobre el pensamiento de Rousseau: a) Al concebir la soberanía de la voluntad general como algo indivisible llegó a negar la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; b) su concepto de igualdad se basó en considerar a todos los hombres iguales por naturaleza: buenos, pacíficos, hermanos, profundamente solidarios; c) su concepción de la libertad íntimamente ligada a la de igualdad y entendida por él como un sentido de solidaridad con la comunidad, de donde se concluye en que ser libre es ser solidario. Concepto totalmente alejado del sostenido por Locke quien asoció la libertad con el derecho a la propiedad.
Thomson corrobora lo anterior al afirmar:
… los argumentos de Rousseau contra la libre asociación fueron empleados por sus más fuertes discípulos, los jacobinos, durante la Revolución Francesa para transformar a la Iglesia en un departamento estatal, para prohibir las asociaciones de trabajadores o de patronos y para eliminar a los partidos de la oposición durante el reinado del Terror. De manera que las ideas de Rousseau entrañan, por lo que parece, poderosas consecuencias adversas a la libertad tal como nosotros la entendemos.
Se ha sugerido que a Rousseau habría que considerarle como el teorizante del movimiento democrático, pero no del Estado democrático.[9]
Finalmente, vale la pena apuntar que el pensamiento de Rousseau opuso la creencia en la bondad intrínseca de la naturaleza humana contra la consabida doctrina cristiana de la maldad y perversión de la naturaleza humana.
John Stuart Mill y su concepción del Gobierno
Stuart Mill (1806-1873) se enfrentó con lo que se podría llamar los peligros y los vicios de la democracia. Por supuesto que no fue él ni el primero ni el único en descubrir que el gobierno de la mayoría puede convertirse fácilmente en una auténtica tiranía y conducir a la pérdida de la libertad individual. Alexis De Tocqueville había visto, durante su permanencia de un año en Estados Unidos, la forma como la democracia afecta las instituciones y acerca de ello escribió en la primera parte de su conocida obra La democracia en América (1935) y cuya segunda parte –escrita en 1840- hace una referencia a la enorme influencia que las instituciones tienen sobre las costumbres.
Podría perfectamente afirmarse que La democracia en América trata sobre cómo proteger y preservar la libertad individual ante los embates igualitarios que se presentan cuando se tiene una idea equivocada de lo que es la democracia. Con estas breves referencias quiero señalar, acto seguido, el hecho de que este libro constituyó una influencia importante sobre Stuart Mill y, recordar, además, la correspondencia que se dio entre De Tocqueville y Mill.
John Stuart Mill estaba, por otra parte, preocupado por la cuestión de la libertad del individuo para vivir su vida a su manera. En su conocida obra Sobre la libertad, Mill manifiesta tanto su preocupación por los vicios de la democracia como su interés por preservar la libertad individual. En las primeras páginas de Sobre la libertad se refiere a la común preocupación compartida con De Tocqueville, al asentar las siguientes observaciones:
Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder.
Y continúa, Mill:
Como las demás tiranías, éste de la mayoría fue al principio temido, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de las autoridades públicas (…) ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios para escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida.[10]
Cierto es que John Stuart Mill se rebela especialmente contra las costumbres y la moral victoriana de la época, sus argumentos en cuanto a la libertad del individuo y los derechos de éste siguen teniendo importancia dado que la libertad y los derechos individuales no sólo no han pasado de moda sino que ameritan ser defendidos en un mundo en el que se está globalizando la amenaza de gobiernos autoritarios y/o totalitarios.
La batalla intelectual de Mill se orientó de igual manera contra la posibilidad de que la mayoría, consciente de su peso político, llegase a emplear la coacción (legal y gubernamental) para imponerse en cualquier orden de la vida ciudadana lo cual pondría en riesgo la libertad civil.
Ahora, ¿cómo salvaguardar esa preciada libertad a este nivel? Un primer argumento lo encontramos en las siguientes líneas:
El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados la fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública. Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente.[11]
La defensa de la libertad individual llevada a cabo por John Stuart Mill tiene su base en tres principios expuestos a lo largo de Sobre la libertad. En primer lugar, el principio de la utilidad heredado de su propio padre, James Mill, y de Jeremy Bentham. En segundo lugar, el principio de no entremetimiento en la vida y actuar de los demás. Y, finalmente, el principio de que la verdad ha de ser buscada permitiendo la libre expresión de las ideas aunque éstas sean equivocadas o den lugar a falsas opiniones.
La libertad individual, parece ser, pues, la cuestión medular del pensamiento de John Stuart Mill. Libertad de acción que está de acuerdo con la intervención del gobierno únicamente cuando se hace necesaria la protección de la esfera de derechos de los demás y que Mill acepta como correspondiendo con los derechos naturales.
En Stuart Mill la libertad del individuo es un bien en sí mismo. Es más constituye un bien independientemente del principio de la búsqueda de la felicidad como motor de la acción. En ese orden de ideas, la función del gobierno no ha de ser pasiva o negativa sino que debe encaminarse a propiciar las condiciones para el desarrollo, cultivo y protección de la libertad de cada ciudadano. En otra de sus obras, Consideraciones sobre el gobierno representativo, Mill distingue claramente la función legislativa de las funciones que le competen al Parlamento. Según él el Parlamento debe efectuar una labor permanente de control y fiscalización de lo que ocurre con la utilización de la autoridad y el poder que posee quien gobierna. Pero la actividad legislativa deberá correr a cargo de una comisión específica cuyas propuestas, a la vez, serán analizadas y autorizadas por el Parlamento. Parece ser que la propuesta tiene en mente velar porque se mantenga la superioridad del estado de derecho por encima del estado de legalidad.
Para concluir estas breves referencias al pensamiento de Stuart Mill únicamente me resta recordar que en su defensa de la libertad individual defendió el derecho individual a vivir como se quiera y a proceder como se desee en tanto y en cuanto con todo ello no se viole la esfera de derechos de los demás. Los demás miembros de la sociedad deben permitir a cada quien vivir su vida según lo considere conveniente.
Karl Marx y su concepción del Gobierno
Si bien es cierto el término socialismo es de origen francés e inglés pues se acuñó y utilizó en Francia y en Inglaterra entre 1830 y 1840, por aquellos años la expresión tenía un significado más bien vago, aunque opuesto a la visión individualista.
El socialismo comenzó a adquirir perfiles más sólidos y una fisonomía más definida merced a las ideas aportadas por autores como Saint-Simon, Fourier y Proudhon. Pero es con Karl Marx con quien las ideas propias del socialismo derivarán en el comunismo que todos conocemos. En el proceso de “perfeccionamiento” del socialismo Marx echó mano de la filosofía alemana (Hegel y Feuerbach), de conceptos procedentes de los antiguos socialistas franceses y de determinadas propuestas provenientes de la escuela clásica de economía. Hay que agregar que en la visión comunista marxiana el sistema económico se considera como la raíz de la cuestión política y social. De allí que al marxismo pueda considerársele como un auténtico reduccionismo economicista.
En este trabajo nos interesa, más que nada, dar cuenta de forma breve de la concepción marxista del gobierno por lo que la cuestión de la economía marxista habrá de quedar periclitada a pesar de reconocer que por ser reduccionista esta visión gobierno y sistema económico van unidos.
De gran ayuda nos ha resultado el profundo conocimiento que sobre el marxismo tiene Florencio José Arnaudo quien fuera Secretario del Centro de Estudios sobre el Marxismo de la Universidad Católica Argentina y profesor de Doctrina Marxista en el Instituto de Sovietología de esa misma Universidad. Arnaudo resume el punto marxista del gobierno en cuatro tesis fundamentales:
-El Estado nació al dividirse la sociedad en clases a raíz de la aparición de la propiedad privada.
-El Estado es un producto directo del antagonismo existente entre las clases que integran la sociedad.
-El Estado es una organización de dominación de clase. Es una creación de la clase dominante para mantenerse en el poder y proseguir su explotación de la clase dominada.
Su finalidad principal es proteger la propiedad privada. El Estado desposee al ciudadano de su personalidad individual al obligarlo a servir a los intereses de la clase dominante. Ello constituye la alienación política.
-Cuando se constituya la sociedad sin clases el Estado desaparecerá por innecesario.[12]
En función de lo expuesto anteriormente por el experto Arnaudo entendemos que el marxismo haya promovido desde siempre la supresión de la propiedad privada siendo como es considerada la raíz y el origen de todos los males padecidos por el hombre y de todas las desgracias experimentadas por el hombre en sociedad. A la supresión de la propiedad privada le sigue la desaparición de las clases sociales y sus diferencias.
Derivado de lo señalado por Arnaudo es, a la vez, la exigencia marxista de un gobierno omnipotente –la dictadura del proletariado- mientras la utópica sociedad comunista no surja; es más, esa dictadura proletaria hará posible el advenimiento de la comunidad comunista mundial por lo que resulta absolutamente necesaria. Lo que no se sabe en la programación marxista de la historia es cuánto tiempo deberá durar el gobierno dictatorial proletario.
Ahora bien, lo que sí está claro es que el gobierno marxista omnipotente no desaparecerá mientras no se produzca una mutación radical en la “naturaleza” humana: Debe aparecer el “nuevo hombre”, es decir, un nuevo tipo de ser humano despojado de todos los vicios desarrollados por la sociedad capitalista. Es más el gobierno dictatorial se justifica mientras tales vicios existan y su poderío ilimitado tiene como objetivo una “limpieza social” en el sentido de liberar a la sociedad de las “lacras” del sistema económico capitalista donde quiera estas se manifiesten. El “viejo hombre” no puede ser heredero del paraíso comunista mundial por lo que el “nuevo hombre” es la gran esperanza.
Adelante aquí una apreciación personal. Tengo la impresión de que en los círculos marxistas latinoamericanos (y especialmente guatemaltecos) recién ha surgido la idea de que fueron los hombres que llevaron a cabo el proyecto marxista en la Europa del Este los que fracasaron. Continúan aferrados al postulado de que teóricamente el proyecto socio-histórico marxista es perfecto, inmaculado e infalible. Fueron quienes se pusieron a desarrollar el proyecto los incapaces.
Estos teóricos que sostienen más bien un marxismo artesanal creen que algún día lo previsto por Karl Marx se tornará una realidad. Sostiene que lo que hemos visto suceder en la Europa del Este, a partir de 1989, no es más que un breve retroceso que, en términos dialécticos, debe verse como un impulso hacia el “progreso”. Es lo que se escucha en círculos “académicos” en los cuales el marxismo impregna solapada o descaradamente cursos de filosofía, sociología historia o economía.
Al dar inicio a este capítulo planteamos la cuestión de cuál debe ser la función del gobierno. Hemos encontrado algunas respuestas en autores como Maquiavelo, Lutero, Locke, Rousseau, Stuart Mill y Karl Marx. ¿Qué hemos encontrado en los argumentos de estos autores? He aquí un breve resumen de dichos hallazgos.
a) En Maquiavelo encontramos que prácticamente cualquier proceder de quienes gobiernan se justifica y acepta siempre que exista una “razón de estado”.
b) En Martín Lutero tenemos la propuesta de un “reino” de lo social instituido por la divinidad y aun cuando el reformador defiende la conciencia individual no provee al ciudadano de una defensa eficaz frente ante la espada coactiva del gobierno.
c) En John Locke debe reconocerse un esfuerzo significativo por establecer límites a las acciones de quienes gobiernan ya que existe la frontera impuesta por el derecho a la vida y a la propiedad. El problema con esta propuesta consiste en que el marco general está constituido por el denominado iusnaturalismo lo cual reduce el problema político al /ámbito moral y, por si fuera poco, lleva a que asuntos como la justicia y el derecho dependan de la naturaleza lo que mezcla planos incompatibles pues naturaleza y sociedad son ámbitos totalmente distintos.
d) En las ideas de Rousseau encontramos propuestas como la de que el interés individual debe someterse al y rendirse ante el interés colectivo. La voluntad de cada quien debe doblegarse y plegarse a la voluntad general. Los fines tanto como los intereses de la persona deben ser sacrificados ante finalidades únicas que se imponen a todos por igual. En su concepción del gobierno, Rousseau no establece límites al ejercicio del poder; al contrario, parece justificar que no los tenga ya que cualquier acción gubernamental se justificaría en aras de mantener la unidad del “yo social”, de la “persona social”.
e) En John Stuart Mill detectamos una clara postura en favor del ejercicio limitado del poder público. Para el gran utilitarista que fue Mill el límite al ejercicio del poder gubernamental es el principio de utilidad social. Este principio se refiere a lo que contribuye a mantener la paz y la armonía social y ni qué decir del respeto irrestricto a los derechos individuales a la vida, la propiedad y la búsqueda de la felicidad.
f) En Karl Marx encontramos dos enfoques respecto al gobierno. El primero es el enfoque actual en el cual el gobierno no es otra cosa que la expresión del sistema económico imperante y sirve a los propósitos e intereses de la clase explotadora. El segundo es el enfoque a futuro en el cual el poder será ejercido en nombre del proletariado de manera dictatorial con el fin eliminar todo residuo capitalista de la mente y el carácter de los hombres y hacer surgir al “hombre nuevo”.
Ahora bien, desde la perspectiva del liberalismo clásico estas propuestas examinadas brevemente tienen un punto de partida metodológico y epistemológico errado. Veamos.
En general el problema que nos ocupa en este capítulo ha sido abordado arrancando de “absolutos” tales como la “justicia”, la “voluntad general”, los “fines únicos colectivos”, la “razón de estado”, etc. Absolutos o “universales” que fueron, en general, discutidos en la Edad Media y en cuya discusión fueron catalogados como “voces vacías”, como meros “nombres” o abstracciones, sin carácter de entidades o “existentes”.
Por su parte Ludwig von Mises se refiere a la cuestión que queremos dilucidar en un capítulo de La acción humana que lamentablemente es dejado de lado en las discusiones relacionadas con la filosofía social, me refieron al capítulo diecisiete titulado El Estado y el mercado. Las palabras de Mises son las siguientes:
Los estudiosos del derecho político y la filosofía del derecho, disciplinas harto vacuas en verdad, del modo más lastimoso pierden el tiempo pretendiendo determinar cuáles sean las auténticas, las legítimas funciones del estado. Partiendo de bases totalmente arbitrarias y suponiéndose amparados por la eterna justicia y los valores absolutos, erígense en supremos jueces de cuanto en este valle de lágrimas acontece.[13]
Lo lamentable para la teoría social y política, como para los seres humanos concretos, es que lo que se llama ciencia social resulta proponiendo juicios valorativos en vez de analizar objetivamente la naturaleza misma de los hechos y de los fenómenos.
Mises agrega lo siguiente:
No existen en realidad, sin embargo, el denominado derecho natural ni hay tampoco inmutable módulo valorativo que permita distinguir y separar lo justo de lo injusto. La naturaleza ignora el bien y el mal. No forma parte de hipotético derecho natural el “no matarás”. Lo típico y genuino del estado de naturaleza es que los animales inmisericordemente se aniquilen entre sí; hay incluso especies que sólo matando pueden sobrevivir.[14]
Con el denominado derecho natural ocurre que podría justificarse, de acuerdo a Mises, no sólo la defensa sino también –contradictoriamente- la supresión de la propiedad privada. Ahora bien, semejante contradicción se justifica porque resulta imposible hacer referencia al contenido específico de lo que se llama “derecho natural”.
No es de extrañarse que el gran economista austriaco vea surgir dos bandos en esta discusión:
– Aquellos que amparados en un determinado concepto de organización social pretenden recomendar qué acciones gubernamentales son correctas y cuáles no lo son.
Estos padecen una severa miopía intelectual porque no se dan cuenta que quienes gobiernan harán todo lo que consideren “necesario” para mantener tal tipo de organización social. Resulta imposible, en consecuencia, juzgar la legislación o sopesar críticamente las acciones gubernamentales cuando tanto éstas como aquélla dependen de los cometidos asignados al aparato gubernamental.
– Aquellos que están convencidos de la existencia de una supuesta “ley superior” a la que han de ajustarse el derecho positivo y las acciones de quienes gobiernan. Esa “ley superior” sería el “derecho natural”.
Estos se amparan en la existencia de “algo” que “orienta” a legisladores y gobernantes pero que carece de contenido cierto y definido. De ese modo la “aplicación” de ese “algo” (¿un principio o valor supremo?) puede resultar en arbitrariedades y contradicciones debido a que es vacío, puramente formal.
Insiste Mises, siguiendo el espíritu de las citas anteriores, en que:
Carece igualmente de sentido el pretender averiguar cuáles sean las legítimas funciones del estado partiendo de imaginarios valores supuestamente preestablecidos e inmutables. Menos aún cabe deducir de los propios conceptos de gobierno, estado, ley y justicia cuáles límites debe fijarse a la acción estatal. He ahí el gran error de la escolástica medieval, de Fichte, de Schelling, de Hegel,…[15]
Hace falta, sin embargo, insistir en la pregunta: ¿Cuál es la vía correcta para abordar y solucionar lo que aquí nos preocupa? Es Mises quien provee una punto de orientación: El criterio para encontrar los límites a la acción de quienes gobiernan es examinar si sus decisiones, legislación y políticas en general resultan o no convenientes y oportunas para propiciar la cooperación voluntaria y pacífica entre los ciudadanos.
Afirma Mises:
Esta decisiva incógnita no puede despejarse mediante bizantina exégesis de conceptos e ideas. Sólo la investigación praxeológica, nunca una puramente arbitraria metafísica del estado y del derecho, permite resolver ese único problema que en verdad interesa.[16]
Aparte de esa discusión estéril que denuncia Mises, otro problema lo consiste el hecho de que quienes pertenecen al área de los estudios jurídicos creen que de la manera como el gobierno establece y controla la dirección del tráfico vehicular en las calles debiera también controlar todo lo que atañe al proceso productivo. Al final, piensan, también la propiedad privada es una dádiva del condescendiente gobierno. De ese modo el gobierno puede -y hasta debe- suprimirla, limitarla u “orientarla” si así “conviene” o le parece.
Mises quiere recordar, una y otra vez, que la función básica de las leyes y del poder coactivo del gobierno es permitir y garantizar la cooperación pacifica y voluntaria entre las personas. Nada más y nada menos. Esta insistencia resulta necesaria porque aún se cree, en círculos intelectuales y académicos, que el gobierno puede y debe –por ejemplo- establecer precios tope, salarios mínimos, cuotas a las importaciones, etc. Al fin y al cabo, se argumenta, le asiste al gobierno el poder de obligar y violentar al ciudadano. Aquí, dice Mises, no valen las discusiones metafísicas o semánticas. Sólo basta con plantear estas interrogantes: ¿Con tales “políticas” gubernamentales se logran los pretendidos objetivos de mejorar el nivel vida de las personas? ¿Somos menos pobres gracias a medidas semejantes? ¿Se provee a las personas de un salario con mayor poder adquisitivo? ¿En general se mejora la calidad de vida de la gente y se genera mayor riqueza?
Mises, lo plantea de esta forma:
Lo único, sin embargo, que en verdad interesa aclarar es si tales medidas permiten alcanzar aquellos objetivos a los que el estado a spira cuando las impone. Estamos ante cuestión exclusivamente praxeológica y económica. Nada, a este respecto, puede decirnos el derecho político ni la filosofía del derecho.[17]
En las citas que hemos efectuado del pensar de Mises nos hemos dado cuenta de su insistencia en que el problema que nos ocupa es una cuestión “praxeológica y económica”. Esta expresión sólo significa una cosa: Que todas aquellas decisiones gubernamentales y toda política gubernamental que ignore las características de la acción humana están destinadas al fracaso –aún antes de ponerse en marcha- por lo que no deberían seguirse. En otras palabras, dado que la economía trata de resolver el problema de cómo satisfacer necesidades ilimitadas con recursos limitados, todas aquellas medidas de gobierno que reduzcan la posibilidad de alcanzar el óptimo económico deberían abandonarse en principio.
Al amparo de estos argumentos resulta más que claro que el aparato gubernamental debería encargarse de la permanencia de la paz, de la aplicación de leyes generales iguales para todos y de la administración de justicia. Ninguna otra actividad debería ser de incumbencia gubernamental. El gobierno es un medio; no es un fin en sí mismo. Como todos los medios debería permitir a cada ser humano alcanzar más fácilmente las metas y objetivos de vida.
Es de lamentar que el principio básico aquí tratado haya sido abandonado en aras de construir un estado benefactor, paternalista, una economía “social de mercado” o simplemente para justificar el intervencionismo del gobierno en ámbitos privados. Dicho de otro modo, el principio de un gobierno limitado y dedicado a mantener el orden y a administrar justicia se ha dejado en el olvido porque no es compatible con visiones ‘híbridas”, “centristas” –de tercera vía-, que sostienen que el mercado es bueno y debe ser libre únicamente si se comporta como los gobernantes creen que debe hacerlo. Posiciones que recomiendan la inmediata intervención del gobierno en tanto y en cuanto el mercado no se dirige hacia lo que los gobernantes consideran “bueno”.
Con Mises debemos insistir en esto: La cuestión de los límites al ejercicio del poder del gobierno no es una cuestión tan complicada; es un asunto que cae dentro del ámbito de la praxeología y la economía.
*El doctor Julio César De León Barbero es director del Area de Filosofía del Centro Henry Hazlitt, de la Universidad Francisco Marroquín y coordinador del Seminario de Filosofía de esa unidad académica.
[1] En cuanto a la cuestión del uso del conocimiento en la sociedad, véase, von Hayek, Friedrich, El orden de la libertad, (Trad. De Rigoberto Juárez-Paz), Universidad Francisco Marroquín, Guatemala, 1977.
[2] Maquiavelo, Nicolás, El Prícipe, p. 62.
[3] Ibid, p. 76.
[4] Ibid, p. 85-86.
[5] Locke, John, Ensayo sobre el gobierno civil, p. 19.
[6]Loc. Cit.
[7] Rousseau, J.J., El contrato social, p. 59.
[8] Para John Locke también la soberanía radica en el pueblo pero la diferencia estriba en que el pueblo delega la fuerza pero no la voluntad que es de donde parte el derecho de rebelión.
[9] Thomson, David, et, al., Las ideas políticas, p. 102-103.
[10] Mill, John Stuart, Sobre la libertad, p. 59.
[11] Ibid., p. 25.
[12] Arnaudo, Florencio José, Principales tesis marxistas, p. 124-125 (tesis 58-61).
[13] von Mises, Ludwig, La acción humana, p. 1044.
[14] Loc. Cit.
[15] Ibid., p. 1046.
[16] Ibid., p. 1047.
[17] Loc. Cit.