INDIVIDUALISMO Y POLÍTICA
Julio César De León Barbero*
Introducción
La dimensión humana que llamamos vida en sociedad ha sido objeto de estudio desde tiempos inmemoriales. Partiendo de Platón y Aristóteles los filósofos han dedicado mucho de su valioso y escaso tiempo a examinar, definir y explicar las instituciones sociales, las normas morales, las leyes, el gobierno, el arte mismo de gobernar, los comportamientos sociales inter-subjetivos, etc.
La manera de tratar la realidad sociopolítica se distingue de un pensador a otro por cuestiones metodológicas o por el recurso a diferentes categorías de análisis. De este modo se puede señalar a quienes tienen como punto de partida teorías de intereses (ya individuales, ya colectivos); los que conciben la vida en sociedad como un fenómeno natural y los que sostienen que es, por el contrario, algo completamente artificial.
La utilización de metodologías distintas y el recurso a diferentes categorías de análisis conduce a explicaciones disímiles y deriva en doctrinas distintas que proveen una variedad de significados a la terminología que describe fenómenos sociales que no varían. Eso exactamente es lo que sucede, por ejemplo con la noción de estado y la noción de gobierno. ¿Cuál es la definición del uno y del otro? Proveer todas las significaciones de que han sido objeto es algo que escapa totalmente al propósito de esta introducción. No obstante, en apego a nuestros propósitos es importante hacer constar lo siguiente.
En cuanto a la noción de estado hay que recordar lo que Hans Kelsen afirma en su Teoría general del estado en el sentido de que aún siendo celosamente científicos es inevitable contar más de doce definiciones de estado. Afirma, al final, que:
Y como quiera que la multiplicidad de sentidos de la palabra Estado es casi ilimitada, hay que considerar también totalmente estéril emprender la lucha por tal concepto, con la finalidad de mostrar cuál la significación justa, única admisible de entre las muchas indicadas, y que fácilmente podrían aumentarse.[1]
Ahora bien el problema es resuelto por el mismo Kelsen al afirmar que para una teoría general del estado no es inconveniente el que, en definitiva, no resulte precisamente un concepto único del Estado, sino varios, los cuales, sin embargo, hállanse íntimamente enlazados unos con otros”.[2]
Puede que sea así como Kelsen lo plantea. No obstante una definición muy utilizada es la que afirma que el Estado, en cuanto realidad social, tiene como características definitorias la soberanía o poder supremo, el pueblo y el territorio. Dicho de otro modo, el Estado es una comunidad, un grupo social fincado en un área geográfica determinada y cuya autoridad o poder supremo proviene de sí mismo. Esta definición enfatiza el aspecto sociológico del Estado.
Hay, no obstante, tres concepciones del Estado que por tener un carácter más filosófico son mucho más generales lo cual es importante puesto que abarcan, así, mayor número de problemas y aspectos de la realidad sociopolítica. Nos referimos a la concepción organicista del Estado, a la concepción contractualista y a la formalista.
En la concepción organicista del Estado (Platón, Santo Tomás, Fichte, Hegel) se afirma la independencia del Estado en relación con los individuos. El Estado es, a la vez, anterior a los individuos de manera que éstos son algo en virtud de aquél.
En la concepción contractualista del Estado se sostiene que éste es una obra enteramente humana (los estoicos, Locke, Lucero, Hobbes). Toda la bondad o el poder del Estado no va más allá de la bondad y el poder que los hombres han querido reconocerle o conferirle dentro de las limitaciones de un pacto convencional.
Estas dos concepciones, la organicista y la contractualista, tienen en común que ambas reconocen el aspecto sociológico del estado que hemos señalado más arriba.
Por su parte la concepción formalista del Estado se encuentra muy bien definida en la obra del Hans Kelsen ya citada, Teoría general del Estado. En una palabra el formalismo define al Estado simplemente como un orden jurídico. Se trata de una sociedad políticamente organizada en base al ordenamiento coercitivo que implica imprime la red de leyes imperante.
Como es de esperarse Kelsen niega el aspecto sociológico del Estado pues si bien no ignora la existencia de hechos y comportamientos sociales afirma que todos éstos presuponen el concepto de estado pero no lo definen.
El formalismo kelseniano no permite hacer distinciones entre Estado absolutista, Estado democrático y Estado liberal. Lo más interesante, sin embargo es que no hace referencia al estado de derecho entendido como el respeto irrestricto a los derechos individuales pues Kelsen hace coincidir Estado y Derecho.
Gobierno es otro término igualmente problemático que el de Estado. Se define, por una parte, como la organización que rige y administra un Estado. Pero, por otra parte, se considera el aparato a través del cual se ejerce el poder de soberanía de un Estado. Esta organización o aparato fue simple en los albores de la humanidad y adquirió mayor complejidad con el advenimiento de la agricultura, la vida sedentaria y el crecimiento de los asentamientos humanos,
Kelsen reconoce, más explícitamente, que así como, por una parte, el Estado significa el conjunto de todos sus órganos, por otro lado se aplica la misma expresión, para determinados órganos (por ejemplo sólo para designar el llamado Gobierno).[3] Además, la definición no formal de gobierno (definición no aceptada en la teoría kelseniana) consiste en afirmar que el gobierno es aquella parte de la administración en sentido amplísimo, que cae en el dominio de la política, es decir, aquella en el que el Estado determina e impone su propia esencia.[4] Por estas razones es perfectamente válido hablar –como se hace en este trabajo- de intervención estatal al señalar la intromisión del gobierno por medio de acciones o prescripciones en la vida del individuo.
Ahora bien algo que preocupó durante mucho tiempo fue lo relacionado con las formas de gobierno. Tan es asi que desde el insigne historiador griego Heródoto pasando por Platón y Aristóteles hasta la Edad Media y la Edad Moderna (hasta Montesquieu), se le confirió importancia a las distinciones, bondades y/o flaquezas del gobierno de uno -la monarquía-, el gobierno de pocos -la aristocracia- y el gobierno de muchos -la democracia-.
Dentro del discurrir político contemporáneo, sin embargo, la discusión acerca de las formas de gobierno ha perdido relevancia. Sabemos hoy que la libertad y el bienestar de los ciudadanos no dependen de la forma de gobierno que adopte el Estado sino más bien de las limitaciones impuestas al ejercicio del poder gubernamental. La distinción o clasificación de las formas de gobierno, por tal motivo, no constituye ya más un problema efectivo en la teoría y práctica de la política.
Después de estas declaraciones preliminares es necesario recordar que en los últimos quinientos años Occidente ha venido afirmando que la persona individual posee un valor intrínseco y último que no debe sacrificarse a las exigencias sociales, estatales o gubernamentales. Esta afirmación o principio de la mentalidad occidental se fue forjando casi desde los inicios de nuestra civilización con el humanismo clásico griego, primero, y se reafirmó con aportes provenientes del cristianismo.[5]
Este individualismo es signatario de la concepción contractualista del Estado; particularmente de la concepción que John Locke tenía del contrato social porque –a diferencia de Hobbes y de Rousseau- Locke propone que lo que surge del contrato no es la sociedad y la cooperación sino el aparato de coerción que hace valer los derechos a la vida y a la propiedad de los individuos. Sólo desde esta perspectiva es posible limitar efectivamente el poder gubernamental y salvaguardar los derechos individuales.
En el presente trabajo tratamos de caracterizar la teoría política a la que da origen el individualismo e intentamos confirmar la hipótesis de que la Reforma Protestante tuvo una influencia particular en la conformación de la mentalidad liberal.
Nos esforzamos por encontrar rasgos de esas influencias en el pensamiento de Juan Calvino, doscientos años antes de que se diera en el puritanismo inglés la denominada ética protestante a la cual Max Weber consideró como el definitivo aporte del protestantismo al espíritu capitalista.
En el Capítulo I se efectúa un análisis del individualismo procediendo a una definición del mismo tanto como a identificar algunos elementos que condujeron a su formulación en la edad moderna.
El Capítulo II contiene referencias a algunas teorías que sobre la función del gobierno se han dado y se trata críticamente tales propuestas a la luz del individualismo.
El Capítulo III gira en torno a la noción de orden social teniendo como horizonte el individualismo para abordar sus origenes, funciones y naturaleza.
El Capítulo IV conduce a caracterizar en forma genérica aquella teoría política cuya base de sustentación es el valor de la persona individual y sus derechos fundamentales.
Finalmente en el Capitulo V se hace un intento por encontrar puntos de encuentro entre el pensamiento reformado, el individualismo y la teoría política que se deriva del mismo. Puntos de encuentro que, yendo más allá del ámbito económico tratado por Max Weber, toquen lo político y lo jurídico.
CAPÍTULO I
UNA FUNDAMENTAL DEFINICIÓN
La noción más general de individuo es la de cualquier ser, considerado asiladamente, en relación con su especie. Puede también definirse el individuo como uno no dividido en sí.
Tales definiciones, aunque aplicables al terreno antropológico, no son suficientes para definir al individuo humano precisamente porque éste es eso pero no únicamente eso. El individuo humano es el hombre concreto. Un yo concreto que se distingue por ser incomunicable, no intercambiable, con capacidad para conocerse a sí mismo.
El individuo humano es en una palabra: una persona. Un ser poseedor de raciocinio y voluntad. Que tiene la condición ineludible de ser único y la tarea igualmente necesaria de labrar su existencia, de construir su vida. De ese modo está obligado a pensar, a sentir, a querer, a actuar y, sobre todo, a ser por cuenta propia.
Pero la individualidad, si bien es importante, vital, no puede hacernos olvidar la otra dimensión propia del hombre: la sociabilidad. Todo hombre necesita de la cooperación de otros para su conservación y perfeccionamiento. No obstante en el aspecto social el hombre encuentra factores que muchas veces le impiden auto-realizarse: usos, costumbres, tabúes, leyes y, sobre todo, un gobierno que pretende organizar más o menos aspectos de la vida personal, individual.
En ese orden de ideas el gobierno puede constituirse, como le veremos en su oportunidad, en un ente que impida al individuo proyectar su propia vida. La arbitrariedad gubernamental es el instrumento más efectivo para terminar con la función más sustantiva del individuo: concretar su propio proyecto de vida o ser él mismo. Esto último significa acabar con la creatividad y el afán de producir que es la vía más segura de arruinar la vida social.
En el contexto de este trabajo el término individualismo apunta a un movimiento intelectual, a una doctrina moral, política y económica que reconoce al individuo humano muy por encima de los grupos, asociaciones o agrupaciones a los que pertenece. En ese sentido se parte de la siguiente afirmación: Socialmente hablando el individuo es mucho más importante que cualquier colectivo o tipo de asociación.
Ese valor del individuo en la vida social tiene fundamentos que esperamos enumerar y explicar en el desarrollo de este trabajo. Momentáneamente tenemos que aclarar que este individualismo ha tenido su despliegue histórico hasta convertirse en parte fundamental del liberalismo en tanto que teoría acerca de los límites del gobierno y en tanto explicación a los complejos problemas sociales. Al decir del premio Nóbel de economía 1974 Friedrich A. Hayek, el individualismo constituye una teoría de la sociedad, un intento de comprender las fuerzas que determinan la vida social del hombre.[6]
Más concretamente podemos decir que el individualismo es también una teoría acerca del papel del gobierno y la naturaleza del Estado teoría en la cual éste último existe en función del individuo y no al revés. Asi pues, el individualismo y la teoría política que le corresponde tienen que ser diametralmente opuestos al absolutismo y al totalitarismo de cualquier laya.
Aunque en la actualidad ya no se invoca una autoridad ilimitada derivada, por ejemplo, de Dios –teocracia-, también es cierto que el autoritarismo absolutista ha resurgido originado e inspirado en otras razones pero siempre demandando un sometimiento incondicionado del individuo al Estado. En estas modernas concepciones absolutistas se exige obediencia y sometimiento –y hasta el sacrificio del individuo- en aras de la grandeza nacional, de la justicia social o del bien de las mayorías. De manera que objetivos que se creen (y podrían ser) moralmente loables hacen obligatorios procederes moralmente reprobables como pisotear los derechos a la libertad y a la propiedad de los individuos. En esencia, esto es lo inspira todas las dictaduras.
Por su parte el individualismo ha de conducir a una teoría política en la cual se sostenga que asegurando condiciones óptimas para el ejercicio de los derechos individuales se logre, a largo plazo, beneficios para el total de miembros de la sociedad. Porque allí donde existe respeto por cada ser humano, estímulo al ingenio y a la iniciativa personal, el resultado global será mejor que donde existe la opresión.
1. Momentos importantes en el surgimiento del individualismo.
El individualismo, aunque podría tener alguna raíz en la antigüedad, surge con sus esenciales rasgos en el Renacimiento teniendo en mente que aludir al Renacimiento es referirse, a la vez, a la Reforma. Aclarando, por supuesto, que ambos movimientos espirituales surgieron por disímiles razones; diferencias que no fueron obstáculo para que influyeran mutuamente y en conjunto que dieran vida a toda una época. Esa época tenía como meta una sola cuestión: la restauración de la inmediatez de la vida en la relación de hombre con Dios o en la relación del hombre con el mundo”.[7] Lograr esa inmediatez de la vida era importante en momentos en los que la Iglesia Católica Romana y la filosofía escolástica se habían convertido en autoridades inapelables en todos los órdenes de la vida personal, social y política.
La rebelión contra semejante autoritarismo se canalizó por el sendero del retorno a las fuentes antiguas y originales tanto de la filosofía como de la doctrina cristiana. Volver a abrevar en las fuentes filosóficas antiguas dio nacimiento al pensamiento humanista en tanto que, en lo que concierne a la doctrina cristiana, la Reforma enfatizó, particularmente con Lucero, la importancia de la autonomía de la conciencia individual.
Aquella insistencia en el retorno a lo clásico, esa desconfianza en la autoridad omnisapiente, desembocarían en una característica decididamente liberal: sospechar del racionalismo ingenuo en aras de la demostración empírica lo que traducido al ámbito social significa: apego a la tradición, rechazo a lo que se impone arbitrariamente y no por el lento pero libre consenso individual.
La Edad Moderna se inicia afirmando, recuperando valores negados en toda la época anterior. Por supuesto no fue fácil para las ideas individualistas permear las mentes, las costumbres, las instituciones. Europa poseía un espíritu tan acostumbrado a los rígidos esquemas medievales que, a parte de lo dicho ya, mantenían privilegios y protegían intereses de élite.
Ciertos factores, no obstante, comenzaron a forjar un ambiente intelectual que fue propicio al aparecimiento del individualismo: Entre otras cosas, los límites geográficos se rebasaron descubriéndose nuevas latitudes; se configuró una distinta concepción del mundo; las aplicaciones de la ciencia condujeron al dominio sobre la naturaleza proveyendo seguridad y entusiasmando los corazones con la idea del progreso; y, finalmente, el advenimiento de un sistema económico diferente.
Lo más importante para nuestra tarea, sin embargo, son las ideas surgidas del humanismo y la Reforma protestante. Sobre todo las surgidas de ésta última.
Para Harold Laski aquella transformación en la esfera del pensamiento del siglo XVI tuvo las características siguientes:
Es, en parte, una evolución de la doctrina política: se forma una teoría del Estado como entidad capaz de bastarse a sí misma. En parte, otra vez, es una teología nueva y en su formación se emprenden investigaciones que minan la influencia de la fe sobre la mente humana. Finalmente, se construye una cosmología nueva que da lugar a una concepción científica nueva, por una parte, y a una nueva metafísica, por la otra. Vamos de Copérnico a Keplero, de Cardan y Vesalio, a Galileo y Harvey, a Bacon y Descartes. Cuando llegamos al hombre del siglo XVII, el individuo posee un sentido de dominio sobre el universo, nuevo a la vez en profundidad y aspiración. Está preparado, por decirlo así, para disputar a Dios el derecho de supremacía sobre su destino.[8]
La consecuencia inevitable fue que el individualismo echó los cimientos para una nueva concepción de la vida social, de la economía, de la política, de la religión, de la moral. En esa revolución intelectual tuvo mucho que ver el pensamiento de los reformadores protestantes. Uno de los trabajos más conocidos respecto a la influencia del protestantismo en crear una mentalidad liberal es el de Max Weber.[9]
El quehacer nuestro radica en probar la hipótesis de que en el pensar reformado existían otras ideas, aparte de la moral calvinista tratada por Weber en su obra, que fueron ideas de una enorme afinidad con el liberalismo.
Continuará en el número de Primavera de 2006
* Titular de la cátedra de Filosofía Social, Universidad Francisco Marroquín.
[1] Kelsen, Hans, Teoría general del Estado, México, Editora Nacional, 1951, p. 6.
[2] Loc. Cit.
[3] Ibid, p. 5
[4] Ibid, p. 321.
[5] Sólo hay que recordar al respecto la concepción judeo-cristiana del hombre tal como se expone en el mito de la creación: Adán es considerado un agente moralmente libre capaz de tomar en manos propias la forja de su propio destino, aún en contra de la voluntad de su propio creador (como en efecto sucedió). No es la raza humana un conjunto de títeres movidos por los hilos de fuerzas ciegas que los controlan sino individuos dueños de sus actos y a la vez responsables de las consecuencias de su actuar.
[6] von Hayek, Friedrich A., Individualismo verdadero o falso, Buenos Aires, Centro de Estudios sobre la libertad, s.f., p. 19.
[7] Schilling, Kurt, Historia de la filosofía, tomo V, Desde el Renacimiento hasta Kant, México, UTEHA, 1965 (130/130), p. 17.
[8] Laski, Harold, El liberalismo europeo, México, Fondo de Cultura Económica, 1969, (Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 81), p. 25.
[9] Weber, Max, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, México, Premia Editora, 1979.