La fragilidad de la libertad y la búsqueda de la comunidad

LA FRAGILIDAD DE LA LIBERTAD Y LA BUSQUEDA DE LA COMUNIDAD

 

Julio César de León Barbero*

 

Introducción

La batalla en favor de la libertad constituye una ardua tarea cuyo saldo no siempre es positivo. En algunas latitudes se libra denodadamente para lograrla; en otras está orientada a ampliarla o, por lo menos, a preservar la libertad que se ha ganado.

Los defensores de la libertad han insistido en la superioridad, a todo nivel, de una sociedad en la que los hombres son libres. Los mismos hechos históricos y actuales  hacen resaltar que en la medida en que los hombres son libres, en esa medida se mejora la calidad de vida y se prolongan sus expectativas. Es más, el modelo opuesto, aquel en el que la existencia entera del ciudadano depende de decisiones gubernamentales, ya se probó durante casi todo el siglo anterior con resultados siempre negativos.

Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es la razón por la que no termina por imponerse el ideal libertario? Las respuestas son múltiples. Pero pueden resumirse en esto: los enemigos de la libertad están por doquier y constituyen verdaderos obstáculos ideológicos. Los tiene tanto el hombre de la calle como el científico social; los padece tanto el profesor universitario como el ama de casa; tanto el guatemalteco como el norteamericano. No son individuos, personas o agrupaciones. Los enemigos de la libertad son prejuicios, sobre el papel del gobierno; las leyes; la vida en sociedad; la justicia; la economía; la política fiscal y monetaria; el comercio internacional; los derechos individuales; la moral; etc., etc.

La lucha, en consecuencia, se ha trasladado a un ámbito de mayores sutilezas, en el que es posible encontrar resistencias más férreas y difíciles de derrotar. Muy especialmente si esas ideas se encuentra inspiradas, como suele suceder, por ideales morales. Ideales morales, a la luz de los cuales la sociedad de hombres libres y de libre mercado resulta una auténtica monstruosidad. No importa si el discurso es o no científico, pesan más los juicios de valor. Así, se resulta rechazando el ideal liberal por considerarlo un verdadero escándalo, un atropello a lo que se considera de gran valía.

En el fondo, parece ser que todas las teorías, todos los discursos que se han enarbolado en contra  del ideal liberal de vida en sociedad han padecido de graves deficiencias a nivel científico, resultando ser meras diatribas alimentadas por declaraciones valorativas. Algunas de ellas fueron objeto de un franco rechazo por incluir procedimientos destructivos y violentos, como ocurrió con el marxismo-leninismo.

Otros discursos, sin embargo, son aceptados fervorosamente por personas inteligentes y defendidos con derroche de sinceridad, no obstante ser tan destructivos de la sociedad como la violencia marxista-leninista; la única diferencia es el tipo de armamento empleado para socavar, debilitar y destruir la vida societaria. Es decir, sólo cambia el tipo de terrorismo.

Uno de esos discursos es aquel que pertenece a lo que aquí denominamos la tradición tribal o tradición comunitaria. En una palabra, esta tradición tiene un aprecio profundo por las relaciones persona-persona, por el compromiso con el prójimo, por el descubrimiento de la alteridad u otredad y, partiendo de allí, condena la sociedad de hombres libres y de libre mercado, considerándolos clara manifestación de egoísmo y egolatría, de explotación y deshumanización.

La propuesta de la tradición tribal consiste en promover una transformación de la vida societaria y civilizada que considera fría, desconsiderada y sin rostro humano. Claramente un retorno a estadios de vida en común que ya fueron superados. Eso, en una palabra. Porque, en esencia, no constituye la propuesta de una "moral" nueva, de una "vida" en sociedad alternativa a la propuesta libertaria. Es simplemente un regresar a experiencias sociológicas por las que el género humano atravesó hace miles de años. En vez de ciencia es pura nostalgia.

Este trabajo pretende demostrar que la tradición tribal o comunitaria ha sido una verdadera constante en la filosofía política occidental, con pocas y honrosas excepciones. Hay que advertir, para empezar, que el trabajo no es exhaustivo, ni por asomo; no podría serlo dentro de los límites de un tratado como este. Lo que si se hace es una escogencia, a modo de muestra histórico-teórica, del pensamiento de algunos autores y de ciertos discursos descollantes y por ende representativos de dicha tradición. Se somete a examen dichas ideas y se demuestra de qué manera el suspiro por la vida tribal se hace patente en ellas.

Se demuestra cómo y porqué este atávico deseo por la existencia comunitaria posee un atractivo potente sobre ciertos espíritus y porqué, aún constituyendo un paradisíaco sueño de regocijo filial, de unidad familiar y solidaridad fraterna, no rebasa la lamentable condición de espejismo.

También se hace alusión al hecho de que no obstante enfatizar machaconamente el amor y la caridad, el discurso en pro de la comunidad constituye un poderoso agente destructor de la vida civilizada que, de llegar a plasmarse en los hechos, condenaría a millones a una muerte segura por inanición.

Esta búsqueda de la comunidad es, pues, el talón de Aquiles de la Sociedad Abierta; es la quinta columna instalada en el interior de la vida civilizada. La causa quizás sea que la experiencia societaria es relativamente reciente comparada con la existencia, durante cientos de miles de años, en el pequeño clan o mesnada. Aun nos debatimos entre los valores estrechos y las obligaciones personalizadas de la tribu y las normas generales, carentes de contenido propias de un Orden Extenso de Cooperación. Allí está la fragilidad de la libertad. Aquí y en cualquier parte, en más o en menos, afloran desafiantes los sentimientos tribales, instintivos, la herencia genética, queriendo atropellar el comportamiento atado a normas abstractas e iguales para todos, propios de la existencia civilizada. Y el problema es que no hay otras alternativas. La mezcla es inoperante, como lo demuestran décadas de intervencionismo gubernamental ejercido en nombre de los valores tribales. La "tercera vía" es la vía del descalabro, del anquilosamiento y del atraso, como lo demuestra la experiencia de muchos países europeos de la posguerra, que habiendo alcanzado cuotas de progreso y bienestar, gracias a la libertad y al libre mercado, hoy se encuentran estancados, con profundos problemas y gran descontento poblacional, frente a otros países que antes de la guerra se hallaban sumidos en la pobreza y el atraso pero que han logrado hoy más que un "milagro económico".

O la cooperación entre hombres libres dentro de un estado de derecho o la familiaridad de la tribu bajo fines idénticos para todos. Otra alternativa no existe. Elegir equivocadamente, emocionalmente, sentimentalmente, es condenar al atraso, a la pobreza, al hambre y a la muerte a millones de seres humanos. La experiencia histórica así lo confirma y la teoría política liberal lo ha señalado vez tras vez.

En el desarrollo argumentativo el lector encontrará que en el Capítulo I se presenta un análisis del pensamiento político de Platón y Aristóteles. Sus apreciaciones sobre la vida en sociedad, aun cuando divergentes en ciertos aspectos, manifiestan por igual que el horizonte que siempre tuvieron como guía fue la polis, la ciudad-estado griega. Los límites estrechos de la polis, tanto geográfica como poblacionalmente, condujeron a estos dos gigantes de la filosofía e ensalzar las relaciones personales, llegando a considerar el orden social y la justicia como equivalentes a lo que ocurre en el contexto de las relaciones familiares.

En el Capítulo II se analiza el pensamiento político de Cicerón quien a pesar de vivir en un ámbito política y geográficamente mucho más amplio que los griegos, precisamente por ello trató de encontrar vías que condujeran a hermanar a hombres de distintos pueblos en gran una fraternidad universal. Entre los caminos transitados por Cicerón hacia ese ideal de una familia cósmica está la doctrina de la ley natural. De este modo, creía el pensador latino, se podía justificar la igualdad de todos los hombres por encima de sus distinciones culturales. Sin embargo, el afán comunitarista de Cicerón terminó politizando la naturaleza y desnaturalizando lo político.

El Capítulo III está dedicado a examinar las ideas procedentes del cristianismo que, aunque ajeno a lo político-social en sus inicios, terminó configurando en gran medida el pensamiento político occidental. Paradójico resulta que al politizarse la comunidad cristiana terminó "cristianizando" la teoría política. Este proceso de "cristianización" se manifestó especialmente en el pensamiento de San Agustín y, posteriormente, en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. De estos dos pensadores la tradición comunitaria se ha nutrido para enfatizar la idea de que el orden social es resultado de una autoridad que lo orienta hacia fines concretos que se resumen en el denominado "bien común", una abstracción útil para encubrir cualquier capricho valorativo.

El Capítulo IV está dedicado a Juan Jacobo Rousseau, el pensador al que le debemos que toda la modernidad se haya ido en pos del ideal comunitarista. Su influencia al respecto ha sido descomunal. En los tiempos modernos y en los actuales, dondequiera haya un suspiro por la tribu allí estará, de una u otra forma, la impronta roussoniana.

Es más, hay que indicar que casi todos los discursos de teoría política que se hilvanaron en los últimos doscientos años mantienen esa crítica en contra de la sociedad que fue tan propia de Rousseau. Los socialismos de toda laya, el democratismo de todo tipo, y hasta la doctrina social de la iglesia católica romana, son signatarios de las ideas de Rousseau. Critican la vida civilizada y le demandan más, mucho más de lo puede dar. Aquí, como se podrá constatar se ha dado un desarrollo mayor de todas aquellas categorías con las que el pensamiento tribal suele analizar el fenómeno de la vida societaria.

Finalmente en el Capítulo V se efectúa una crítica a las ideas esenciales del pensamiento político tribal. Por la vía del contraste con el pensamiento liberal, se demuestra cómo las categorías comunitaristas son punto de arranque equivocado. En este apartado se han tomado prestados importantes argumentos de las obras de Friedrich August von Hayek, autor que señaló con mucho acierto que las conductas, los valores y las relaciones personales de la tribu son decididamente anti-sociales; nocivos a la existencia civilizada.

La conclusión, en una sola palabra, es que el clamor por la tribu no es más que el clamor por la desaparición del Orden Extenso de Cooperación lo cual, traducido a hechos, constituye una amenaza para la misma supervivencia de millones de seres humanos. Los teóricos de la política, los que se dedican a la política partidista, los profesores universitarios y aquellos que se desempeñan en los medios masivos de comunicación deberían revisar con seriedad y responsabilidad los postulados del discurso que respecto a lo político-social sostienen, pues de ello pende la vida y la calidad de vida de millones de seres humanos.

La libertad con todo y ser criatura frágil es la única alternativa al mejoramiento de la calidad de la vida humana. No podemos promover, exigir o esperar esto último y a la vez continuar la equivocada cruzada en contra de la primera.

Capitulo I
La comunidad como horizonte del pensamiento político griego

 

Notas introductorias

En sus inicios la reflexión filosófica occidental no pudo soslayar las cuestiones relacionadas con la vida en sociedad. Aquella reflexión abrazó los temas más diversos en la medida en que estos hallabanse vinculados a la experiencia societaria. La virtud, la racionalidad del actuar humano, el bien, la felicidad, el deber, la obediencia a la ley, el origen de los conflictos entre humanos, la riqueza y la pobreza, los distintos tipos de gobierno, la justicia, la guerra, la autoridad pública, fueron algunos de los asuntos alrededor de los cuales giró la investigación filosófica en sus albores. De ello da testimonio la obra de Sócrates, Platón y Aristóteles, entre otros.

El tiempo hizo surgir ese discurso filosófico que denominamos filosofía política. Un discurso que, igual que en los antiguos, sigue abarcando hoy una serie de asuntos a la vez complejos y diversos. Quizás se explique esto en razón de la dinamicidad y complejidad del entramado de hechos objeto de su reflexión y análisis. Así, es de aceptar que si bien ha llegado a aceptarse como político todo aquello que es de interés público y que concierne a todos sin distingos, lo cierto es que la temática propia de la filosofía política mezcla sus raíces con cuestiones pertenecientes a otros niveles: el moral, el antropológico, el jurídico y el económico, entre otros.

De esta suerte, temas políticos como las formas de gobierno, los límites al poder público, los derechos y deberes del ciudadano, las relaciones entre gobernantes y gobernados, la naturaleza de la libertad, la justicia, etc., da la impresión de ser intratables a menos que exista una clara referencia a ámbitos no tan "políticos" como lo económico o jurídico. No obstante parece claro que la referencia a estos otros "campos", en la medida en que se encuadra en las preocupaciones por la  vida en común de los hombres y en las preocupaciones por la relaciones de mando y obediencia de unos hombres sobre otros, tienen que adquirir visos propiamente políticos. Aunque pertenecientes a esferas diversas han venido a aglutinarse dentro del complejo espectro de la filosofía política.

Incluso aquellos textos considerados lecturas obligadas para todo el que quiera tomar contacto con la filosofía política, revelan esa diversidad temática apuntada arriba. Como ejemplos podemos mencionar: La República y Las leyes, de Platón; la Política y la Ética a Nicómaco, de Aristóteles; la República, de Cicerón; la Ciudad de Dios, de San Agustín; Sobre el régimen de los príncipes, de Santo Tomás; El defensor de la paz, de Marsilio de Padua; El Príncipe, de Maquiavelo; los seis libros Sobre la república, de Bodin; el Leviatán, de Hobbes; los Dos tratados sobre el gobierno civil, de Locke; el Espíritu de las leyes, de Montesquieu; el Contrato social, de Rousseau; Sobre la libertad, de John Stuart Mill; el Manifiesto del partido comunista, de Marx y Engels.

Ahora bien, la tesis fundamental de este trabajo es que la reflexión filosófico-política en Occidente surgió en un contexto muy reducido, tanto territorial como funcionalmente hablando; que ese contexto afectó enormemente el análisis de las cuestiones; y que muchas veces, hasta hoy día, dicho limitado horizonte ha acompañado -cual inevitable sombra- el discurso filosófico-político.

A falta de otro término, utilizaremos el término tribu o comunidad[1] para referirnos a la visión estrecha y reducida de que hablamos, en oposición al concepto de sociedad o civilización. Es esta insistencia en el ámbito estrecho de la tribu, en la que todos se conocían, lo que no sólo contamina el análisis de lo político sino, lo que es aún más grave, pone en grande y grave riesgo la libertad como valor humano supremo.

En ese espíritu, el presente capítulo enfatiza los rasgos tribales del entorno social en el que surgió la filosofía política, así como la fisonomía abiertamente tribal del discurso elaborado por los grandes pensadores griegos. Algo que, por supuesto, no todos los expertos en cuestiones de filosofía social están dispuestos a avalar; confundidos, a mi parecer, por aquellos aportes hasta hoy de gran vigencia hechos por los pensadores clásicos. Lo cual no quita que, como pensadores en la frontera entre la tribu y la sociedad, navegaran a veces las corrientes de la libertad societaria y otras las tibias aguas de la tribalidad.

Sheldon S. Wolin es uno de los autores que no está de acuerdo con identificar la reflexión de los clásicos griegos en el ámbito de la tribalidad. Dice Wolin:

No cabe duda de que estas creencias hicieron que el pensamiento político clásico pareciera irremediablemente municipal en una época en que las condiciones de existencia eran imperiales. Más tarde fue expresada una objeción similar contra Rousseau,… Sin embargo, este tipo de crítica fácil es erróneo, tanto en el caso de Rousseau como en el de Platón y Aristóteles. [2]

Aquí optamos por el análisis que Wolin prefiere dejar periclitado por "erróneo" debido, sobre todo, a que hallamos fuertes e innegables rastros de tribalidad en el pensamiento de los clásicos, como tendremos oportunidad de demostrar. Independientemente de que existen otros autores que han tratado estos asuntos histórico-filosóficos y en los cuales es posible encontrar una opinión distinta a la de Wolin. Para el caso cito a George Sabine:

Los filósofos griegos reflexionaban sobre prácticas políticas muy diferentes de cualesquiera que hayan prevalecido de modo general en el mundo moderno y todo el clima de opinión en el que realizaron su trabajo era diferente del nuestro.[3]

Según Sabine, la diferencia radical entre el ayer griego y el hoy nuestro estriba en los nexos inquebrantables que entre sí tenían los habitantes de una ciudad-estado como Atenas y de éstos con su medio. Dice:

Esta vida tenía una intimidad que el hombre moderno encuentra muy difícil asociar con la política. Los estados modernos son tan grandes, tan remotos, tan impersonales, que no pueden ocupar en la vida moderna el lugar que tenía la polis en la vida de un griego. Los intereses atenienses estaban menos divididos, no caían  del modo tajante que caen hoy en compartimientos estancos y se centraban todos ellos en la ciudad…para el griego la ciudad era, en efecto, una vida en común…[4]

Es claro e incontrovertible el carácter comunitario o tribal tanto de las relaciones interpersonales como de la práctica de la política en la ciudad-estado. Pero ni duda cabe respecto a que este mismo carácter, estas condiciones de vida, constituyeron y configuraron el ideal propio de la teoría política elaborada por los filósofos clásicos griegos. El filósofo político elabora siempre un discurso con el ojo atento a su instancia histórica y cultural.

A su vez, aquellas condiciones de familiaridad hicieron estallar ese particular tipo de conflictos exclusivamente inherentes a las relaciones primarias y de estrecho compromiso. Sabine lo hace constar en una observación:

Hay que admitir también que, en  lo que se refiere al problema, más amplio, de conseguir una vida común armónica, la ciudad-estado sólo tuvo un éxito parcial. La misma intimidad y amplitud de su vida, a la que hay que atribuir gran parte de la grandeza moral del ideal, condujo a defectos que eran el reverso de sus virtudes. En general, puede decirse que las ciudades-estados eran muy propensas a convertirse en presa de querellas de facción y rivalidades de partido, cuyo encono tenía toda la intensidad que sólo las rivalidades entre seres unidos por intimidad puede alcanzar.[5]

Lo que Sabine no toma en cuenta es que no hay sitio aquí para la sorpresa, sencillamente porque así es el carácter tribal: profundamente sentimental y apasionado. Más adelante tendremos oportunidad de desarrollar específicamente la contradictoria dialéctica del tribalismo. Entenderemos mejor el por qué de las trifulcas y conflictos que salpicaron la experiencia de los griegos, precisamente por que no puede la "intimidad" ser y proceder de otra manera.[6]

Lo que sí podemos dejar asentado aquí es que, en sus inicios, la filosofía política se vio en la necesidad de abarcar casi todos los asuntos relacionados a la vida en la ciudad por tratarse de un entorno pequeño y familiar. Sólo hay que recordar que según Aristóteles la misma Constitución de Atenas no era tanto una estructura jurídica sino cuestión de un modo de vida. Podemos también recordar la Oración Fúnebre de Pericles, discurso en el que se exalta la ciudad-estado, se invita a los oyentes a sentirse orgullosos de ella y se recalca el amor propio de la participación cívica y el significado moral de la vida democrática.

Hay que reconocer que toda aquella temática compleja y diversa nos ha quedado como herencia, pero la manera de abordarla ya no puede ser la misma; ni puede ser igual la forma de integrarla e interrrelacionarla. Las especializaciones han sido, entonces, una consecuencia; otra, el trabajo interdisciplinario para abordar los problemas. Se sigue entonces que no es por descuido o irresponsabilidad que el filósofo político o social no presenta propuestas holisticas o comprehensivas a no ser como utopías imposibles. La falta del elemento aglutinador tribal, asi como el rompimiento de los límites estrechos de la tribu, es lo que obliga a efectuar un análisis distinto de lo político hoy en comparación con el pasado griego.

 

I. El entorno de la reflexión clásica griega

Hay que recordar las condiciones y características del entorno en el que advino al mundo la reflexión sobre lo político en Occidente. Este no era otro que el de la ciudad-estado griega que como fenómeno sociológico y cultural adquirió carta de ciudadanía hacia los siglos VII y VI antes de Jesucristo recién después de que aqueos, dorios y jonios llegaron a sentirse un solo pueblo, identificado como el de los helenos, y denominaron Hélade a los territorios en que vivían.

Una ciudad-estado griega estaba asentada sobre un territorio sumamente pequeño en comparación con los actuales ámbitos geográficos en los que se asientan las ciudades modernas. George Sabine describiendo aquella realidad en términos comparativos dice que:

…todo el territorio del Ática no era sino un poco mayor de los dos tercios del área de Rhode Island, y por lo que respecta a población, Atenas era comparable a una ciudad como Denver o Rochester. Los datos numéricos son inseguros en grado sumo, pero podemos tomar como aproximadamente correcta una cifra algo superior a trescientos mil habitantes.[7]

Dicha población se hallaba perfectamente diferenciada en tres grandes segmentos: los esclavos (que constituían el estamento más bajo de aquella organización social); los metecos o residentes extranjeros (que en una ciudad en la que el comercio era importante, como en Atenas, debió ser una cantidad considerable); y, los ciudadanos, auténticos miembros de la polis con pleno derecho de participar en la vida de la ciudad, incluyendo, por supuesto, el desempeñarse en posiciones propias de la "administración pública".

Esta pequeñez numérica y geográfica, hacía que aquella experiencia sociológica fuera del todo distinta a la de las grandes sociedades actuales. Pero nosotros hemos impuesto prácticamente nuestros filtros interpretativos y somos dados a entender a los antiguos griegos como si hubiesen vivido de acuerdo a los parámetros inherentes a la Gran Sociedad. No nos percatamos que el mismo concepto de ciudadanía que ellos manejaban tenía implicaciones diversas.

En una ciudad-estado como Atenas ser ciudadano significaba ocupar una determinada posición en virtud de la pertenencia.

…para un griego, la ciudadanía significaba siempre esa participación, cualquiera que fuese su grado. En consecuencia, la idea era mucho más íntima y menos jurídica que la idea moderna de ciudadanía.[8]

Deducimos de la anterior cita de Sabine que en la experiencia griega no había ni rastro del concepto de una ciudadanía entendida jurídicamente, como derecho propio del individuo. Era más bien una cuestión familiar. Por lo consiguiente la ciudadanía era entendida también como una experiencia compartida.

De ahí que para Aristóteles el ideal ciudadano consistía en una especie de devoción a las cuestiones propias de la ciudad-estado, cosa que lamentaba estuviera ausente en las preocupaciones de sus contemporáneos. Por esa razón los griegos acuñaron el término idiota para designar a quien no tenía interés alguno en los asuntos de la ciudad-estado.

El idiota no sólo actuaba en contra de los lazos ciudadano-familiares, sino que era, a su vez, alguien que navegaba a contra corriente por considerase al hombre como social por naturaleza, concepto muy propio de Platón y de Aristóteles. Esta noción tribal que supone una sociabilidad semejante a la consanguinidad desembocó, andando el tiempo, en la doctrina del derecho natural. Su principio esencial, no obstante, sigue siendo el mismo: existen fuerzas superiores, que traemos en la sangre, en los genes diríamos hoy (en una palabra, que son constitutivas del "ser" humano), fuerzas que llevan al hombre a vivir en sociedad, las cuales fuerzas es impensable violar o desobedecer, de la misma manera que no esperamos que alguien se vuelva en contra de los estrechos lazos familiares.

Respecto a los clásicos griegos afirma claramente el historiador de la filosofía Johannes Hirschberger que:

El Estado tiene un origen natural en sus mismos comienzos y en las líneas esenciales de su ulterior desenvolvimiento. No es el capricho lo que ha congregado a los hombres, sino que siguen en ello un instinto y una ley de la naturaleza. Platón no suscribiría ciertamente ninguna de las teorías del pacto social que propongan como fundamento histórico y jurídico del Estado la arbitraria voluntad de los hombres, y de la misma deriven sus particulares instituciones. (…) Puede por ello llamarse a Platón padre de todas las doctrinas del derecho natural hasta Hugo Grocio.[9]

Dadas estas ideas básicas de Platón, no fue un mero azar el que concibiera la sociedad del modo en que la describe en su diálogo La República: Una auténtica comunidad dirigida por quien más sabe. Una comunidad en gran parte constituida por infantes dependientes, ignorantes e incapaces. Ciudadanos-infantes que no pueden vivir solos (por naturaleza) pero que deben ser guiados y tutelados por el déspota ilustrado.

Y respecto a  Aristóteles afirma Hirschberger que:

El hecho de que los hombres se asocien, no es en efecto un acto o movimiento de capricho, en forma que pudiera decirse que el Estado descansa sobre un pacto artificial, sino que los hombres han seguido en ese proceder un rasgo fundamental y esencial de su naturaleza. "El hombre es un ser social por naturaleza" (Pol. A,2; 1253a 2)… Ya en lo íntimo del ser individual y familiar del hombre se da la convergencia hacia el Estado, y no como una disposición contingente o casual, sino como una estructura esencial y fundamental de su ser… por ello puede decir Aristóteles desde un punto de vista metafísico: "el Estado es antes que la familia y que el individuo, puesto que el todo necesariamente ha de ser antes que la parte" (Pol. A, 2; 1253a 19).[10]

Lo anterior pone en evidencia que (aunque reconocido crítico de Platón en otros aspectos) Aristóteles no fue capaz de diferenciarse de su maestro en una cuestión tan fundamental como la génesis de la vida en sociedad. El estagirita, fiel a la pequeñez y al carácter familiar de la ciudad-estado, insiste en una explicación "natural" de la vida societaria.

Es el "ser" del hombre el que está estructurado de tal forma que se ve empujado a vivir agrupado. La propuesta aristotélica es idéntica a la platónica: así como la sangre induce a vivir familiarmente, una supuesta naturaleza humana social, induce a vivir societariamente.[11] Este común punto de partida da pie a una serie de contradicciones en la filosofía política de ambos clásicos griegos. Contradicciones que en este trabajo se entienden como resultado de una vida fronteriza entre la tribu y la sociedad. Por ejemplo, es clara la tensión entre el individuo y el Estado, entre la libertad y la obediencia a las autoridades, entre los fines individuales y ciertos fines de carácter colectivo.

Estas tensiones se harán más claras en la medida en que abordemos (a continuación) más concreta y específicamente ciertas nociones propias del pensamiento político griego. Por el momento dejamos establecido que un reducido entorno prohijó una reflexión política reducida en muchos aspectos a nexos cuasi familiares.

 

II. El pensamiento de Platón

Nacido en Atenas en el año 427 en una familia noble en la que probablemente corría sangre real, se dedicó a la reflexión filosófica, sobre todo a partir de su encuentro con Sócrates en el 407 y al que seguiría durante unos ocho años.

Sus viajes lo llevaron a Egipto, a la Cirenaica y probablemente a la parte meridional de Italia donde conoció a algunos de los pitagóricos.

Supo lo que era el destierro y experimentó lo que era ser un esclavo al ser reducido a esa condición e incluso vendido como tal. Liberado por un conocido, fundó la Academia en el 387.

Hizo varios intentos por asentarse en Sicilia e intentar poner en práctica allí sus ideales políticos. Luego de desavenencias con los reyes de Sicilia Dionisio I y Dionisio II, se estableció definitivamente en Atenas donde murió en el 347.

1. El concepto de justicia en Platón

La noción de justicia tiene una historia saturada de significados diversos en la filosofía política. La idea más antigua de justicia quizás sea la de un orden "cósmico" en el cual cada cosa y cada ser ocupan un sitio determinado. Ajustarse a tal ordenamiento sin romperlo, por usurpación o por interferencia, fue considerado justo por algunos de los filósofos presocráticos.

Desde esta perspectiva se consideró que si una cosa usurpa el sitio de otra, si algún ser no se conforma con lo que es, si ocurre algún exceso, alguna desproporción o demasía, entonces se produce la injusticia. La restauración del orden alterado y el castigo (y corrección) de la desmesura suponen, de acuerdo a esta concepción, el cumplimiento de la justicia.

Esta "cósmica" concepción de la justicia no hizo distinción entre la naturaleza y la sociedad. Abarcaba al universo en su totalidad y por ello se consideraba universal rectora de lo humano y de lo no humano. A menudo, hay que decirlo, esta ley universal llegó a hipostasiarse, a verse con ribetes antropológicos.

Los sofistas, en su momento, introdujeron la diferencia entre lo natural y lo social con lo cual se quebró la concepción "cósmica" de la justicia. Para el pensamiento sofista la justicia, socialmente hablando, es mera convención, es decir, asunto de acuerdo y conveniencia. De este modo, es justo aquello que se ha acordado que es justo y es injusto lo que se ha acordado que es injusto.

Los sofistas también separaron la justicia de la felicidad en el sentido de que se puede ser justo pero no necesariamente feliz y viceversa.

Ahora bien al elaborar Platón su propia filosofía política le concedió un espacio importante al asunto de la justicia. Tanto en el Gorgias como en La república discute y critica diversas definiciones de justicia. En el primer diálogo mencionado, por ejemplo, rechaza la idea sofista de que la justicia y la felicidad son cuestiones separadas. Para Platón el imperio de la justicia deviene necesariamente en la prevalencia de la felicidad. Por ello es que el Estado tiene como misión promover ambas cuestiones, sobre todo porque la felicidad en la cual desemboca la teoría platónica es la felicidad de la sociedad entera (haciendo abstracción de la felicidad personal o individual). La justicia y la felicidad son, entonces, la justicia y la felicidad de la comunidad entera, de la ciudad-estado en su conjunto.

Platón rechazó, así mismo, la concepción de la justicia como el mero restablecimiento del equilibrio perdido por algún exceso. No es la justicia, para él, simple compensación ante un daño sufrido. Justicia para Platón es más bien (y sobre todo) rectitud. Esto equivale a decir que absolutamente todo en la ciudad-estado debe responder y corresponder al orden ideal, descubierto por la vía racional por el filósofo-gobernante.

Ese ideal comienza por establecer que la ciudad-estado debe estar compuesta exactamente por cinco mil cuarenta familias, ni más ni menos. Esto significa que Platón abandona incluso la realidad numérica de su momento en la que se puede hablar de unos trescientos mil habitantes según consideraciones hechas por Sabine y apuntadas más arriba.

En ese aún más reducido entorno de cinco mil cuarenta familias, la justicia es sencillamente: Hacer cada uno lo suyo. No se trata de lo que cada cual quiere o desea, sino de lo que cada uno debe; esa es la ley que en el ideal platónico ha de prevalecer. Por ello Platón reclamaba que, al inicio de la re-estructuración de la sociedad y para garantizar su éxito, se expulsara a todos aquellos que, por su edad, ya no podían ser moldeados a la conveniencia del proyecto de marras.

Por lo anterior el gobierno ideal para Platón no podía ser otro que el del déspota ilustrado; a él  le ha sido concedido el privilegio de descubrir la esencia del Estado-ideal y en suma es él el que sabe que es lo que cada cual debe hacer.

Hacer cada uno lo suyo, por supuesto, pero sólo uno sabe qué debe hacer cada uno. El gran grueso de la población está sumido en la ignorancia, en la incapacidad para saber. Los ciudadanos comunes son los esclavos del mito de la caverna. Sólo el filósofo ha logrado escapar a semejante esclavitud remontándose a las esferas del ser-ideal por lo que está llamado a dirigir, tutelar y gobernar a todos los demás. Al respecto dice Jan Whal:

…esta forma de sociedad está fuertemente jerarquizada, planificada. La idea de que cada uno tiene que hacer su propia obra, principio establecido en los diálogos socráticos, especialmente en el Cármides, se concretiza en La república incluso por la reglamentación de todas las personas en el interior del Estado, porque en ella es donde reside la justicia, hasta tal punto que los otros grupos de ciudadanos, de acuerdo con unas leyes muy severas, quedarán subordinados a los guardianes.[12]

Esta concepción platónica de la justicia surgió probablemente a raíz de los enconos, pugnas y pleitos propios de una experiencia social cuasi-familiar, en medio de la cual fracasó miserablemente la democracia ateniense.[13] Pero la solución a toda aquella "injusticia" no fue encontrada por Platón sino dentro de los mismos parámetros de tribalidad. Entonces, según su visión, sólo colocando a cada uno en su sitio a través de disposiciones gubernativas férreas y de una estructura social igualmente inamovible, se podría garantizar la convivencia pacífica y armónica. Esto consideró Platón era la justicia. Para el filósofo-gobernante la justicia no era otra cosa que

la constitución u organización de la vida común de los ciudadanos y la finalidad de la ley es encontrar a cada hombre su lugar, su posición, su función en la vida total de la polis.[14]

No es de extrañar, pues, que Platón comparara la relación del gobernante con los gobernados con la del padre y los hijos y la del médico y el paciente. Los pequeños han de ser tutelados y los enfermos guiados, por quien sabe, a recuperar la salud. En conformidad con este modelo de vida en común es perfectamente legítimo que exista desde las esferas de la autoridad y el poder un control sobre el comercio, la riqueza, la natalidad, la calidad y el número de los pobladores. También resulta aceptable el rechazo platónico a la democracia y a la libertad individual por la movilidad social que ello implicaría y la subsecuente inestabilidad. Se explica su despreocupación por las relaciones internacionales, en tanto y en cuanto no amenacen la seguridad del reducto familiar de la ciudad-estado. Es más, el pan-helenismo no fue sino una proyección del carácter tribal del pensamiento político griego: Gorgias, Isócrates y Demóstenes no hicieron sino traslucir sus temores hacia los extraños, particularmente hacia los persas.

Todo aquel poder era necesario para plasmar el proyecto de la sociedad perfecta y aunque Wolin trata de justificar el vasto poder que el gobernante platónico ejerce, me parece que hay visos de fracaso en su esfuerzo. Dice Wolin:

Como filósofo, el gobernante poseía un conocimiento de los verdaderos fines de la comunidad. Era el servidor de una verdad no contaminada por sus propias preferencias o deseos subjetivos; de una verdad que él había descubierto, pero no inventado.[15]

No hay aquí más que poesía. Primero, porque los fines no pueden ser comunitarios o colectivos ya que la teleología es propia de la acción humana individual. Segundo, porque aunque la verdad platónica fuese ajena a las preferencias y deseos del gobernante, tratábase de una verdad a imponer por la vía del poder y la coacción dado a que los demás son incapaces de captarla o reconocerla. Tercero, porque la verdad de un Estado-ideal es imposible que sea descubierta puesto que no existe. Sólo puede descubrirse una isla o una planta con cuya existencia no nos habíamos topado, pero ¿descubrir la verdad de un Estado-ideal?

Creo que no puede justificarse el poder omnímodo del gobernante platónico desde las buenas intenciones de Wolin. Por el contrario, debe criticarse la estrecha noción de justicia que alienta el ejercicio abusivo del poder público de parte de un gobernante que cual padre autoritario con fuste y amenazas mantiene a raya a un ejército de inquietos e ignorantes imberbes.

2. Un orden social orientado moralmente

Según Platón en el ámbito político propio de la realidad mundana existe una intrínseca tendencia hacia el desorden. Además, la armonía, la unidad, la estabilidad y el equilibrio, es decir el orden, nunca se produciría desde el corazón del plexo político; es necesario provocarlo, imponerlo. Afirma en el Gorgias:

…la virtud de cualquier cosa, sea mueble, cuerpo, alma, animal, no se encuentra en ella así a la aventura de una manera perfecta; ella debe su origen al arreglo, a la colocación, al arte que conviene a cada una de estas cosas.[16]

No hay virtud ni orden, ni belleza ni armonía, sino gracias al arte correspondiente y al artista. De manera enfática lo asienta en el mismo diálogo:

…si echas una mirada sobre los pintores, los arquitectos, los constructores de naves, en una palabra, sobre cualquier artista, verás que todos ellos colocan con cierto orden todo lo que les viene bien, y obligan a cada parte a adaptarse y a amoldarse a todas las demás hasta que el todo reúne la armonía, la forma y la belleza que debe tener.[17]

Todo arte implica el dominio del correspondiente conocimiento. El artista es un perito, un experto, en grado sumo. En consecuencia el arte de gobernar no es más que el arte de imponer. Imponer orden a un todo que no lo tiene. El arquitecto social, el ordenador supremo, basándose en su excelso conocimiento entiende que no hay tal orden en tanto y en cuanto no se tenga claro el fin supremo del Estado. Por ello es necesario hacer constar aquí, sin más trámite, que Platón no pudo concebir el orden social sino girando alrededor de la moral.

Efectivamente, según él, existe un bien tanto para los seres humanos como para los Estados. La cuestión es esencialmente epistemológica: Debe capturarse ese bien, comprenderlo plenamente y averiguar cuáles son los medios por los que se alcanzará.

Ha de empezarse por rechazar las opiniones que se tienen respecto a ese tal bien, dado que sólo puede ser uno sólo y a la vez inmutable. Vale decir, es el Bien (así con mayúscula) aquí y en cualquier parte, jamás uno acá y otro allá, sino el mismo donde sea que haya un Estado.

Las características del Bien propio del Estado nos conducen a pensar que se trata de algo "natural", es decir propio del Estado, de su naturaleza, pues de otro modo sería cambiante y voluble. Se explica así el que Platón insista en que el médico y el estadista son parecidos: Ambos conocen la naturaleza del enfermo, el tipo de mal que le aqueja, y el procedimiento para restaurar la salud: la del paciente, el primero, y la del Estado, el segundo.

Ahora, ¿cuál es el Bien al cual debe aspirar el Estado? Es decir, ¿cuál es ese fin último del Estado en arreglo al cual debe ordenarse la vida de los hombres que viven bajo su sombra? La respuesta es: Permitir y posibilitar que las necesidades de los seres humanos sean debidamente satisfechas en un intercambio de servicios en el que se aporta y se recibe algo.

Algunos, a mi juicio equivocadamente, han visto aquí una estima platónica por la cooperación basada en la división del trabajo. Para mí, nada más lejos de la verdad, sobre todo si entendemos la división del trabajo como la entendieron posteriormente David Ricardo y Adam Smith.

Recordemos que tanto  la "cooperación" como el "intercambio" son entendidos por Platón desde el supuesto de que hay clases de hombres y clases de almas. Los individuos son tenidos en esta visión como ejecutores de tareas absolutamente necesarias dependiendo su relevancia social exclusivamente de la importancia de la tarea realizada. Asi pues, lo que el individuo posee es una posición o estatus por lo que la libertad aquí es sólo libertad para hacer aquello para lo que la "naturaleza" lo ha dotado. Esta idea, dominante en el pensar platónico, debe su alto relieve al interés del filósofo por asegurar que lo que ocurre en la sociedad está basado en la naturaleza y no en la conveniencia, en el arreglo o el contrato.

Vemos cómo la teoría política platónica es construída básicamente sobre el supuesto de que el estadista o gobernante-filósofo es quien conoce la naturaleza de los hombres tanto como la naturaleza del Estado. El problema, en consecuencia, no es si esa naturaleza existe o no, sino quién ha de gobernar ¿el que ignora o el que conoce tales naturalezas? La respuesta platónica ya la sabemos.

Acertadamente afirma Wolin que:

Como el artista, también el estadista se inspiraba en un modelo de belleza, surgida en el impulso de crear una armonía ordenada al asignar las "partes" de la comunidad a las funciones correspondientes.[18]

El arte de gobernar, entonces, devino en la excelsa tarea de unificar graníticamente a la comunidad, como dijo Platón, en

…una verdadera hermandad por medio de la concordia mutua y vínculos de amistad. Este es el primero y el mejor de los tejidos, que envuelve en su sólida trama a todos los que habitan en la ciudad, siervos o libres. Su regio tejedor la controla y vigila, y no carece de nada de lo que constituye la felicidad humana, en cuanto se puede lograr la felicidad en una comunidad humana.[19]

Lo que no debemos olvidar es que el arte de gobernar así justificado dotaba a quien lo ejercía de poderes para eliminar cualquier obstáculo. El médico amputa, si es necesario; el "bordador" de aquel "tejido" social, a su vez, puede eliminar a cualquier miembro del cuerpo político por la vía que considere más rápida o efectiva o ambas cosas a la vez.

De esta manera la pretensión tribal de ordenar moralmente la sociedad da lugar, siempre y en cualquier parte, al uso de medios inmorales.

 

III. El pensamiento de Aristóteles

Nacido en Estagira, Macedonia, en el 385 o 384, Aristóteles se ve primeramente atraído por la biología, quizás por ser hijo de un médico.

No está seguro si fue en el 367 o en el 366 que se dirigió a Atenas con el propósito de estudiar. Allí, en la Academia de Platón se destacó como un ávido lector.

Después de la muerte de Platón, Aristóteles vivió en distintos lugares como Asso (Eólida); la Isla de Lesbos, en Mitilene; Pela, la corte del rey de Macedonia. Regresó a Atenas, tras la muerte de Filipo y la ascensión al trono de Alejandro, para fundar la Academia.

Al morir Alejandro en el 323 Atenas experimentó un antimacedonismo que condujo a Aristóteles a huir para no padecer la suerte de Sócrates. Se refugió en Calcis, Isla de Eubea, cuna de su madre, ciudad en la cual murió un año después a la edad de sesenta y tres años.

No escapa a nadie la casi generalizada opinión según la cual Aristóteles rompió radicalmente con la Academia platónica forjando un sistema de pensamiento opuesto al elaborado por Platón. Sin embargo, no debe olvidarse que, precisamente de dicha confrontación surgió en su momento el neoplatonismo.

Pero, para propósitos de la temática de este trabajo, ¿cuán diferente fue el pensamiento de Aristóteles del de Platón? ¿O continúa en el primero el espíritu tribal dominante en el segundo?

 

 

1. El concepto de justicia en Aristóteles

Puede decirse que, en buena medida, Aristóteles comparte mucho de lo que Platón opinaba acerca de la justicia. No obstante, Aristóteles quiso ir más allá de lo sostenido por su maestro y sus innovaciones constituyen propuestas respecto a la idea de justicia cuya influencia aún perdura, quizás, eso sí, bajo nuevos ropajes y apariencias.

La más importante de aquellas propuestas quizás sea la distinción entre justicia distributiva y justicia conmutativa. La justicia distributiva consiste, según Aristóteles, en la distribución de honores, de fortuna y de todo aquello que es posible repartir entre aquellos que viven en la ciudad-estado. Esta idea halla su origen en la posibilidad de que cada cual tenga una participación desigual a la del otro en todas o algunas de esas cuestiones. Por lo cual la justicia distributiva sería la encargada de velar por que ello no ocurra. Así, se garantiza que todos gocen por igual de honores y fortuna, sin desequilibrios molestos. Esta idea de justicia suponía considerar al individuo en una muy particular relación con  la sociedad política, relación en la cual la polis (considerada casi hipostáticamente) tendría que "repartir" lo repartible a todos por igual.[20]

La justicia conmutativa, por su parte, se entendió más bien como correctiva o rectificadora, regulando las relaciones entre los ciudadanos, sean éstas las que fueren. Su ámbito de aplicación era el del intercambio directo o trueque.[21]

Aristóteles llegó a pensar que únicamente la justicia distributiva (aplicada por un tercero) debía ser considerada como una virtud de altos quilates.

En el fondo de este énfasis aristotélico subyace una  concepción de las relaciones individuo-estado que parece fue compartida por los clásicos griegos del pensamiento político: es en el estado y gracias al estado que el individuo se perfecciona. De hecho, para Aristóteles la finalidad última del estado es la mejora moral del ciudadano. No podría ser de otro modo pues el estado constituye una asociación de seres humanos conjuntados para lograr la mejor vida posible.

Ante lo anterior, incluso las opiniones aristotélicas respecto a la ley, que tanto aprecio han alcanzado entre los pensadores liberales (y dicho sea de paso, con sobrada razón), quedan amarradas al horizonte moral. Aunque es cierto que la ley nos humaniza, nos libra de la pura bestialidad, la nuda verdad aristotélica es que únicamente en la comunidad se posibilita la perfección y plenificación del hombre. Por ello el estado no es un mero instrumento para lograr determinadas metas. Es algo más que eso.

 

Dice Hirschberger:

El estado no es, por tanto, un simple expediente para atender y satisfacer  las necesidades del ser físico del hombre, ni tampoco una colosal empresa en el terreno de la economía o del comercio, o una institución para la autoafirmación de un poderío político. Todas esas funciones las persigue, es cierto,  el Estado; pero su auténtica tarea y misión, aquella a la que se subordinan todas las demás tareas, es la vida "buena" y "perfecta", es decir el ideal de la humanidad moral y espiritualmente cultivada y ennoblecida.[22]

La idea de justicia propia de Aristóteles adquiere entonces mayor sentido: Cada ciudadano debe recibir del cuerpo político, de la sociedad, del estado, partes iguales de todo aquello que procure y vaya de acuerdo con su perfección moral. No puede ser de otra manera. Primero, porque repugna al estagirita cualquier defecto o exceso y, segundo, por la jerarquía por él establecida en el sentido de que el estado es antes de y superior (para efectos de lo que aquí estamos tratando de aclarar) al individuo y a la familia.

Esto último (también, muy a pesar del aprecio que los pensadores liberales han acusado por el realismo individualista aristotélico) constituye el principio metafísico de la génesis del estado en Aristóteles. Sólo física y materialmente el individuo y la familia son anteriores al estado. Pero ya en ellos, en su propia naturaleza, traen una clarísima tendencia a la agrupación en el estado; así pues, son conducidos a reunirse en una comunidad de intereses que resulta ser el estado, única entidad (frente al individuo y la familia) poseedora de autarquía y autosuficiencia.

…por ello puede decir Aristóteles desde un punto de vista metafísico: "el Estado es antes que la familia y que el individuo, puesto que el todo necesariamente ha de ser antes que la parte".[23]

No puede negarse, sin faltar a la verdad, que Aristóteles afirma esta superioridad metafísica del Estado como totalidad sin renunciar a reconocer la "realidad" de las partes, de los componentes (dicho sea de otro modo, de los individuos). Esta tensión dialéctica característica de un pensador que se vio literalmente atrapado en los terrenos fronterizos entre la tribu y la civilización plena, es lo que conduce a Hischberger a afirmar que:

Prácticamente, su teoría sobre la esencia del Estado presupone al ciudadano libre formado, como personalidad individual, sin dar con todo alas al individualismo.[24]

Y es quizás en su oposición a la utopía platónica donde se ve claramente este no poder ir más allá de la tirantez entre la realidad del individuo y la del estado. Platón había negado la familia, la paternidad y la propiedad, al menos para los guardianes. Aristóteles propone que no es la propiedad en sí y por sí la generadora de conflictos sino el afán desmedido de posesiones. Con esto en mente propone evitar caer en los extremos, en los excesos. La cura a los conflictos en el estado no se halla en la supresión de la propiedad sino en la moderación del poseer y adquirir. La riqueza desmedida conduce al desenfreno, al orgullo insolente y a la opresión. La pobreza extrema, por su parte, arrastra al servilismo, a la corrupción, a las contiendas por descontento.

Aristóteles propone, entonces, no sólo moderar la adquisición de bienes, de posesiones, sino el uso de la riqueza partiendo de parámetros morales. Tensión argumentativa otra vez: Se reconoce la propiedad pero se propugna su control en nombre de argumentos morales. La razón es simple, priva en Aristóteles, a pesar de su brillantez y genialidad, el espíritu de la tribu, de la comunidad, de la familiaridad en la cual ha de imperar siempre la equidad y el trato íntimo. Con razón sobrada dice Sabine:

Como Platón, Aristóteles limitó su ideal a la ciudad-estado, el grupo pequeño e íntimo en el que la vida del estado es la vida social de sus ciudadanos que solapa los intereses de familia, religión y trato personal amistoso.[25]

En todo caso, creo que las alusiones aristotélicas al individuo, a la libertad individual y a la propiedad son, en apego a la verdad, argumentos tímidos y precarios. En último análisis se hallan sofocados por la grandeza de la tribu y la intimidad comunitaria. En Copleston he encontrado algún apoyo. Dice respecto al pensar aristotélico:

…lo que realmente importa es lo universal y la totalidad, no el individuo como tal: su punto de vista es el propio de lo que podría llamarse un fisicista, y, en parte, el de un artista. Los individuos existen para el bien de la especie; es la especie la que persiste a través de la sucesión de los individuos; el ser humano individual alcanza su beatitud en esta vida, o no la alcanza en modo alguno; el universo no es un escenario para el hombre, subordinado al hombre, sino que el hombre es un elemento, una parte, del universo; contemplar los cuerpos celestes es verdaderamente algo más digno que contemplar al hombre.[26]

2. La función del gobierno según Aristóteles

Generalmente se reconoce que el tratamiento que Aristóteles hizo del gobierno y de su función difiere sustancialmente del efectuado por Platón. Aquí no podemos sino adherirnos claramente a dicha apreciación.

No debe echarse en saco roto el particular énfasis aristotélico en el gobierno conforme a derecho y su crítica al gobierno platónico de los más sabios. La cuestión es que el entendimiento de ningún gobernante puede sustituir la sabiduría encarnada y concretizada en la ley.

Por otra parte, Platón partía de una visión asimétrica de las relaciones gobernante-gobernados y de esa cuenta asimilaba la autoridad gubernamental a la autoridad del padre respecto al hijo menor, a la autoridad del médico respecto al enfermo y a la autoridad del amo respecto al esclavo. Aristóteles rechaza categóricamente y sin ambages esta asimetría. Considera más bien a ambos, gobernante y gobernados, como iguales en derechos.

Esta perspectiva, simétrica, de igualdad de derechos y ante la ley, llevó a Aristóteles a rechazar el trato que Platón  dio al ciudadano al considerarlo infantil, necesitado de tutetela y dirección por parte del gobernante sabelotodo.

Aristóteles, aunque no definió nunca con absoluta claridad qué entendía por gobierno con arreglo a derecho, sí fue capaz de establecer que dicho gobierno tendría que caracterizarse por ser:

Primero, un gobierno interesado en lo autéticamente público o general. A diferencia de los gobiernos facciosos, interesados en promover y resguardar intereses particulares o de grupo, el gobierno apegado a derecho estará orientado a proteger lo que realmente es de interés de todos los ciudadanos.

Segundo, se trata de un gobierno que no es guiado u orientado por el capricho, la coyuntura o la conveniencia, sino por principios de carácter general, en apego a la costumbre tal como ésta está reflejada en la constitución.

Tercero, es este un gobierno al que los ciudadanos muestran lealtad y obediencia voluntarias, en oposición a las tiranías que subyugan abusivamente a las personas.

 Estas ideas han encontrado particular aprecio entre quienes han hecho contribuciones al liberalismo político. No lo negamos. Sin embargo, siguiendo la tesis principal de este trabajo, hay que señalar los rasgos tribales con los cuales Aristóteles aderezó aquel ideario.

Debe comenzarse por aceptar que en medio de sus críticas contra Platón, Aristóteles rinde tributo al gran racionalista aceptando el fin moral del estado y por ende del poder público. A comprender esto nos ayuda la cita siguiente proveniente de Sabine:

Aristóteles no cambió nunca de opinión en este punto, ni siquiera después de que hubo ampliado su concepto de la filosofía política, incluyendo en ella un manual práctico para los estadistas que tienen que ocuparse de regir gobiernos muy alejados del tipo ideal. La finalidad real de un estado debe comprender la mejora moral de sus ciudadanos, ya que debe ser una asociación de hombres que vivan juntos para alcanzar la mejor vida posible.[27]

A la luz de lo anterior se comprende que Aristóteles considerara al estado como el único poseedor de autarquía; al fin y al cabo sólo él puede proporcionar las condiciones para el desarrollo y perfeccionamiento moral de los individuos. El gran empirista fue incluso ciego a los cambios que se venían inmediatamente sobre las ciudades-estado (gracias a la conquista macedónica del mundo griego), y continuó viéndolas como el pequeño núcleo cuasi familiar garante del mejorismo moral de los ciudadanos.

En este punto en concreto resultó más coherente Platón pues siendo el filósofo el único conocedor del Bien era el único llamado a conducir al resto hacia su perfección. Los ciudadanos comunes, para Platón, no podían sino emitir "opiniones" respecto al bien, dicho de otro modo, las particulares maneras de concebir lo bueno únicamente conducirían a errores e incertidumbre. Asi, el Bien ha de ser identificado y señalado por el sabio gobernante.

Aristóteles, por su parte, al darle importancia a las opiniones particulares, no sólo generó contradicciones hacia el interior de su teoría política, sino que fue conducido a renegar finalmente de algunos de los principios básicos de su pensamiento. Por ejemplo: ¿Cómo se conjugan las valederas y distintas opiniones sobre el bien con la idea de un Bien moral único hacia el que debe orientarse la vida en sociedad? ¿Cómo puede mantenerse el gobierno dentro del derecho y la igualdad de leyes y a la vez conducir a todos por igual a alcanzar el Bien moralmente entendido?[28]

Wolin, defiende estas incongruencias aristotélicas en nombre de una apertura democrática. Según él la aceptación aristotélica de las distintas opiniones ciudadanas constituye

un vacilante paso inicial hacia la conciencia política, porque exige al integrante de la sociedad que enuncie, de modo público, sus necesidades, quejas o aspiraciones privadas. En otras palabras: una opinión adquiere significación pública cuando trasciende las preocupaciones meramente privadas del individuo, cuando se la puede relacionar con lo general y demostrar que es un problema común.[29]

El problema esencial del uso del poder para lograr concretar las particulares necesidades o aspiraciones, no obstante, queda sin resolver. Y el mismo Wolin expresa su perplejidad cuando declara:

…admitiendo la intuición de Aristóteles  en el sentido de que una de las tareas del gobierno más importantes y exigentes en una sociedad civilizada es la distribución de diversos bienes, tales como cargos públicos y poder, admisión social y prestigio, riqueza y privilegio. La función distributiva del gobierno plantea este interrogante: ¿con qué elementos se debe elaborar un juicio acerca de la distribución?… ¿Cuáles son, entonces, los criterios que guían un juicio político? ¿Qué cualidades diferencian un juicio "político" de otros tipos de juicios?[30]

Siguiendo las corrientes más populares -y dominantes- en la teoría y en la práctica política actuales (no necesariamente las más acertadas) Wolin responde con ejemplos variados a sus propias interrogantes, concluyendo en que el trato desigual es lo que corresponde. No hay alternativa.

Como lo advirtieron tanto Platón como Aristóteles, las decisiones políticas pocas veces son de tipo general, en el sentido de que los individuos o grupos afectados son tratados de modo exactamente igual. Las medidas políticas referentes a beneficios, tales como subsidios públicos para los pobres, o a cargas tales como los impuestos o el servicio militar, deben basarse necesariamente en algún esquema discriminatorio de clasificación. Desde este punto de vista, los acuerdos generales son preludios necesarios para la discriminación; proporcionan la aquiescencia fundamental que permite al arte político elaborar esquemas "racionales" de clasificación; es decir, discriminaciones sensibles no solo a los problemas técnicos, sino también a sus consecuencias políticas. [31]

Ahora sí Wolin se encarga de dilucidar la cuestión del empleo del poder público en estas encontradas aguas del pensamiento aristotélico. El gobernante tiene que optar por la discriminación, si va a perseguir la más elevada justicia aristotélica: la justicia distributiva. Pese a que el estagirita arranca de la importancia del estado de derecho, parece haber señalado que el único camino a transitar es el del realismo político. Leyes iguales para todos, gobierno en apego a la ley y no obstante, en la práctica, repartir caprichosamente lo que hay que repartir.

Estas graves contradicciones en el pensamiento aristotélico se deben, según lo hemos descubierto y enfatizado, a que fue incapaz de renunciar al entorno familiar, cerrado e íntimo de la ciudad-estado. Las condiciones de su existencia tribal pudieron más que el ideal político que se había forjado. La fuerza de la tribalidad es avasalladora y mortal, en conclusión, para la vida societaria auténticamente civilizada. Lo más grave, por supuesto, es que mientras se pretende preservar la esfera de la libertad individual y los derechos a la vida y la propiedad, basándose (en el caso de Aristóteles) en la costumbre, se proporciona al gobernante atribuciones que no debería tener y capacidades discrecionales para lograr lo que la simple ley definitivamente no podría lograr jamás: la repartición "equitativa".

 

 

Conclusiones

Algunas conclusiones a las que se puede arribar a raíz del somero examen que hemos efectuado respecto al pensamiento político de Platón y Aristóteles, son las siguientes:

1. La experiencia personal de ambos filósofos, como pertenecientes a, e inmersos en, una realidad social de particular pequeñez, tanto territorial como poblacionalmente hablando, marcó en gran medida el horizonte y alcance de su ideas tocantes a la organización social, el orden social, el comercio, el control demográfico, las ideas sobre la justicia y la función del gobierno.

2. El círculo de familiaridad en el que tanto Platón como Aristóteles se movieron condujo a ambos a sostener que el fin supremo del estado es procurar el perfeccionamiento moral de los ciudadanos. Y aunque existen diferencias sustanciales entre ellos respecto a cual es ese Bien supremo y excelso, ambos coinciden en que toca a quien ejerce el poder público procurar su plena realización.

3. La noción de justicia propia de Platón revela el peso de la familiaridad comunitaria o tribal. Entendida como la ocupación del adecuado sitio en la organización social, la justicia platónica deriva en el tratamiento de los individuos como parte de un pobre y limitado horizonte más cercano al de la familia que al de una sociedad propiamente dicha. 

 4. Los derechos individuales son considerados por Platón más como propiedades inherentes a la posición que el individuo ocupa en la estructura grupal que como auténticos reclamos de respeto a un proyecto de vida personal o a la esfera de vida privada en la que se es y se hace lo que se cree valioso, digno de ser logrado.

5. El ciudadano es tratado por Platón como un infante incapaz de saber lo que atañe a su propia conveniencia. La autoridad pública, en consecuencia, está ahí para tutelar y dirigir la totalidad de la vida de los ciudadanos, exactamente como un amante padre de familia protege y lleva de la mano a sus vacilantes pequeños. No hay rasgos del respeto a la autonomía y libertad individuales, como corresponde a la civilización.

6. En Aristóteles se encuentran avances importantes en lo que toca a la ley, al estado de derecho, a la libertad individual, pero tales cuestiones (pese a su particular relevancia) se ven empañadas y contradichas por la preponderancia que este filósofo griego le concede a la denominada justicia distributiva. Aunque emancipado de Platón, el pensamiento aristotélico no pudo emanciparse completamente de la experiencia tribal, comunitaria de la pequeña ciudad-estado.

7. El gobierno, para Aristóteles, continúa desempeñando el papel de un guía que conduce a los ciudadanos a la superación de su carácter moral y por ello, pese a rechazar teóricamente la idea platónica del gobierno paternal, Aristóteles resulta impulsando el empleo discriminatorio del poder público y la clasificación arbitraria de los ciudadanos. Al menos es lo que siguiendo semejante lógica ha derivado Wolin,  y con él una miríada de teóricos políticos y gobernantes.

 

Continuará

 

*  Julio César de León Barbero es titular de la Cátedra de Filosofía Social en la Universidad Francisco Marroquín.



[1]Hay que recordar que dichos términos fueron particularmente utilizados por el sociólogo alemán F. Tönnies, utilizando en alemán los conceptos Gemeinschaft y Gesselschaft; véase su Community and Society, translated and edited by Charles A. Loomis, Michigan State University Press, East Lansing, 1957.

1                     

[2]Wolin, Sheldon S., Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1973. p. 79.

 

[3]Sabine, George H.,  Historia de la teoría política, Fondo de Cultura Económica, México, 1991 (Segunda ed. en español, duodécima reimpresión). p. 15.

[4]Ibid. p. 22.

[5]Ibid. p. 24.

[6]También está de acuerdo con este análisis C. M. Bowra. Dice: "Dado que el honor cívico y el personal estaban tan estrechamente vinculados, toda afrenta a uno de ellos se consideraba también dirigida contra el otro. Los intereses de la ciudad se identificaban con los intereses personales. Esto sirve para explicar la disposición de los griegos a guerrear." -La grecia clásica (Las grandes épocas de la humanidad. Historia de las culturas mundiales), Ediciones Culturales Internacionales, México, 1986, 2a. ed. p. 51.

[7]Sabine, George H., Op. cit., p. 15.

[8]Ibid., p. 16.

[9]Hirschberger, Johannes, Historia de la filosofía (Tomo I, Antigüedad, Edad Media, Renacimiento) , Editorial Herder, Barcelona, 1977. p. 128.

[10]Ibid., pp. 209-210.

[11]Resulta interesante hacer ver que aún cuando Aristóteles creía en una "naturaleza" humana  esencialmente social, la vida de los nómadas y bárbaros la explicó a partir de que no eran humanos, una salida fácil para quien careciendo de la noción de la evolución cultural le resultaba fácil explicar la vida social en función de una supuesta "naturaleza" humana. 

[12]Whal, Jan, et. al, Historia de la filosofía (Volumen 2 La filosofía griega), Siglo XXI editores, México, 1972. p. 76.

[13]Afirma al respecto Sabine, "…porque el ideal de armonía no se realizó sino de modo parcial y precario, persistió tan tenazmente en el pensamiento político griego…la carrera de Alcibíades es un buen ejemplo de los peligros de las facciones y del egoísmo sin escrúpulos que eran posibles en la política ateniense." Op. cit., p. 24

[14]Ibid., p. 25.

[15]Wolin, Sheldon, Op. cit., p. 66.

[16]Platón, Diálogos, Editorial Porrúa, S. A., México, 1972. p. 189.

[17]Ibid., p. 186.

[18]Wolin, Sheldon, Op. cit., p. 57.

[19]Citado por Wolin, Loc. cit.

[20]Como veremos en su momento esta idea derivó, primero, en el énfasis agustiniano de que la caridad supera a la justicia (a secas); y, segundo, en la noción de "justicia social", según la cual por derecho y por ley debe repartirse equitativamente lo que se produce gracias al "esfuerzo de todos".

[21]En este terreno, el de la economía demostró Aristóteles poseer un conocimiento limitado y plagado de errores. Véase, por ejemplo, el análisis hecho por von Mises al respecto en el Capítulo XI de su gran obra La acción humana. Tratado de economía, Unión Editorial, S. A., Madrid, 1980 (Trad. de Luis Reig Albiol), 5a. ed. Allí se lee que: "Suponíase que, mediante un acto de medición, las gentes establecían el valor de los bienes y servicios, procediendo luego a intercambiarlos por otros bienes y servicios de igual valor. Esta falsa base de partida hizo estéril el pensamiento económico de Aristóteles, así como el de todos aquellos que,  durante casi dos mil años, tenían por definitivas las ideas aristotélicas. Perturbó gravemente la gran obra de los economistas clásicos y vino a privar de todo interés científico los trabajos de sus sucesores, en especial los de  Marx y las escuelas marxistas". p.

[22]Hirscheberger, Johannes, Op. cit. p. 209.

[23]Ibid., p. 210.

[24]Ibid., p. 211.

[25]Sabine, George, Op. cit., p. 81.

[26]Copleston, Frederick, Historia de la filosofía  2: De San Agustín a Scoto, Editorial Ariel, S. A., Barcelona, 1994  (3a. ed.), pp. 414-415.

[27]Sabine, George, Op. cit. p. 81.

[28]Dicho de otra manera, ¿cómo pueden compatibilizarse la justicia conmutativa con la justicia distributiva? Este es el mismo problema con el que nos enfrentamos hoy día y que en términos actuales es ¿cómo se pueden promover y alcanzar la justicia y la justicia social al mismo tiempo siendo totalmente incompatibles?

[29]Wolin, Sheldon S., Op. cit., p. 71.

[30] Loc. cit.

[31] Ibid., p. 73.

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