LAS BAJAS DE TOTONICAPÁN
Por Karen Cancinos
El polvo se ha asentado y las pasiones virulentas han cedido ya, así que resulta pertinente una reflexión sobre los acontecimientos en Totonicapán, al occidente de Guatemala, el pasado 4 de octubre. Me parece que este episodio de violencia en el que murieron varias personas, con todo y lo trágico que fue, evidenció sin embargo un hecho positivo: se están entendiendo cada vez mejor algunas ideas. Veamos.
Primera. El grueso de la ciudadanía comprende lo pernicioso de las reminiscencias subversivas setenteras, sus voceros y allegados. Por ejemplo, la fotografía de Rigoberta Menchú recogiendo cascabillos en el lugar de los hechos, lejos de suscitar solidaridad ciudadana con las familias de los muertos en Toto, generó una indignación considerable ante tamaña intromisión e insensatez. Pero allá ella si no le importa desprestigiarse. Lo relevante es que el ciudadano promedio es más crítico, y rechaza la instrumentalización de los sencillos, la profesionalización en las dudosas artes de la agitación social, y el auto revestimiento de una supuesta superioridad moral para despotricar, arengar y victimizarse, rasgos que caracterizan tanto a los vividores del enfrentamiento armado como a los politiqueros desvergonzados tipo Manuel Baldizón.
Segunda. La campana de difuntos le está tañendo a la pretensión de adecentar cualquier exigencia absurda con el ropaje del diálogo. Ya los ciudadanos tienen más conciencia de que el cumplimiento de las leyes a las que todos estamos sujetos, por definición no es objeto de “negociación” ni “diálogo”. Una ley que “se negocia” no es ley sino transa. Una ley cuyo cumplimiento ha de ser “dialogado” no es ley sino pacto de mareros. Y es que cualquier delincuente puede llegar a “acuerdos” con otra lacra acerca de cómo esquilmar al prójimo. Lo bueno del actual estado de cosas es que está tomando calado la correcta percepción de que el diálogo, si bien es la única vía para llegar a verdades prácticas –o sea consensos mínimos, no necesariamente unanimidad ni uniformidad de criterios–, para ser el camino de las soluciones pacíficas debe cumplir al menos con una condición esencial. Esto nos lleva a la siguiente idea.
Tercera. El diálogo implica reconocimiento del otro, que no está sujeto a características que no sean la mera condición humana. En otras palabras, un reconocimiento auténtico exige el respeto a toda persona por su sola humanidad, no por su etnia, sexo, nivel económico, opciones de vida, edad, profesión u opiniones políticas. Es bueno para el país que se esté abriendo paso la idea correcta sobre lo que el diálogo NO es, y que estén perdiendo credibilidad los que gimotean ante la muerte de manifestantes violentos al mismo tiempo que hacen mutis sobre la golpiza a una señorita soldado, y sobre la injusticia del encausamiento selectivo de militares, mientras los dirigentes delincuenciales bien gracias.
En el último lustro la tecnología, las redes sociales y las telecomunicaciones han “construido más ciudadanía” que lo que lograron juntos la industria oenegera y su aliado natural, la casta politiquera, en el último cuarto de siglo. Por eso podemos contar a la farsa, al doblez, al aprovechamiento del dolor y la ignorancia, entre las bajas de Totonicapán. Una buena cosa, en medio de tanto estropicio.