LOS SOLDADOS Y LOS RICOS
Por Karen Cancinos
La Asociación de Familiares y Amigos de Militares Accionando Solidariamente (FAMILIAS), invitó a un par de caminatas durante este año que está por terminar. El punto de reunión se fijó en el frente de la antigua Escuela Politécnica, sobre la Avenida Reforma, una de las más emblemáticas de la ciudad de Guatemala. “Exigimos juicios justos” fue siempre el lema de la actividad, y los asistentes solían vestir de azul y blanco, los colores de la bandera nacional.
De no ser por compromisos familiares o profesionales ineludibles, yo hubiese sido una de las caminantes. Porque es de bien nacidos ser agradecidos. Y si este país es un lugar con futuro –lo es, aunque muchos gimoteen todo el tiempo– tal cosa se debe en gran medida a que esos militares a quienes se ha puesto de moda denostar mediáticamente, y perseguir judicialmente, pelearon por mí una batalla de 36 años. Y la ganaron.
Dieron la batalla por mí, digo, porque para cuando la agresión subversiva recrudeció, a principios de los 80, era yo una chica de primaria a quien su maestra, una monja muy simpática pero con las ideas completamente trastocadas, hacía repetir como lorito aquello de “unos pocos tienen mucho y muchos tienen muy poco”. Lo que no decía la monjita, porque sencillamente lo ignoraba, es que las soluciones a la segunda parte de esa situación (que muchos tengan muy poco) son económicas, no politiqueras ni romanticonas. Porque si con lloriqueos hubiésemos salido de la pavorosa pobreza preindustrial, Guatemala sería hoy una potencia, que para quejarse buena parte de los guatemaltecos se pintan solitos.
En cuanto a la primera parte de la situación que mi maestra pintaba tan dramáticamente (que unos pocos tengan mucho), tuvieron que pasar muchos años antes de que yo comprendiera que eso es una buena cosa, no una calamidad. Después de todo, son los ricos quienes financian la investigación y el desarrollo de bienes y servicios que con el tiempo se hacen asequibles a todos. Pregúntenle a los primeros que usaron celulares hace 20 años, aquellos del tamaño de un ladrillo: eran los pudientes, no el vendedor ambulante de la esquina ni la señora del mercadito sabatino, hoy dueños de aparatos mucho más sofisticados que mi frijoliphone, como llamamos en Guatemala a los teléfonos negros más sencillos.
Volviendo al inicio de los 80, he escuchado desde entonces sandeces como que “la desigualdad, la brecha entre ricos y pobres fue la causa de la guerra”. Vaya causa. Vaya farsa. Porque lo que ocurrió (obviamente estoy simplificando mucho) es que algunos oficiales descontentos con cuestiones mal llevadas en el Ejército de finales de los 50, se alzaron para reivindicar una institución a la que querían y de la cual se sabían parte. Al fracasar la sublevación fueron “tomados” ideológicamente por los nostálgicos de los gobiernos de Arévalo y Arbenz, quienes no habían perdido el deseo de volver a degustar las mieles del poder. En los años que siguieron, se probó indigesto el guiso de oficiales alzados con políticos añejos, más la ristra que siempre se beneficia de cualquier río revuelto: sindicalistas y estudiantes alborotadores, aspirantes a políticos tercermundistas.
Así las cosas, la pregunta que debemos hacernos no es: ¿Persisten aún “las causas de la guerra”?, sino más bien: ¿Qué hubiese sido de nuestro país, qué hubiese sido de los guatemaltecos nacidos de 1960 para acá, de haber logrado la gavilla roja hacerse con el poder?