UTILITARISMO Y LIBERALISMO

UTILITARISMO Y LIBERALISMO.

AMISTAD, UNION Y ULTERIOR DIVORCIO

 

Julio César de León Barbero*

 

INTRODUCCION

El utilitarismo es una doctrina moral cuya presencia no ha podido ser desterrada del diálogo entre los filósofos morales. Es más, podría decirse que es el producto anglosajón que mayor impacto ha causado en la cultura occidental.

El hombre de la calle también se ha visto afectado en sus ideas sobre la sociedad gracias a la simpleza característica de la doctrina utilitarista. Ha penetrado, de este modo, el sentido común. En resumidas cuentas, no puede negarse que el utilitarismo tiene, desde hace tiempo, un sitio de importancia en la historia de  nuestra civilización.

En virtud de lo anterior, mucho se ha escrito a favor y en contra de esta doctrina moral. Por consiguiente, no es interés de este trabajo efectuar un mero análisis o descripción del fenómeno utilitarista; más bien se persigue, en esta investigación, explorar las relaciones que el utilitarismo ha tenido con la filosofía liberal. Esta específica cuestión obliga, por supuesto, a analizar los inicios del utilitarismo, pero también a pasar revista a algunos momentos importantes de la relación entre esas dos grandes propuestas cuyo origen es la Inglaterra de la modernidad: utilitarismo y liberalismo.

El lector encontrará en el Capítulo I un tratamiento más o menos detallado de las propuestas éticas elaboradas por Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Esto incluye breves datos biográficos; referencias a las fuentes de su pensamiento; las diferencias entre ambos pensadores, en torno a la felicidad y el placer; las acusaciones más conocidas de que ha sido objeto el utilitarismo, desde el señalamiento de sensismo hasta  el error de la falacia naturalista. Finalmente, se incluyen algunas reflexiones en torno al utilitarismo del acto y el de la norma.

En el Capítulo II, se reconoce que algunos teóricos del liberalismo vieron en el utilitarismo ético un doctrina que podía servir de base al reclamo en favor de la libertad individual y al funcionamiento de la cooperación basada en la división del trabajo. En ese círculo se ubica Adam Smith, John Locke, Ludwig von Mises y Henry Hazlitt. En forma breve se expone en qué consiste el compromiso que el pensamiento de cada uno de ellos tiene con el utilitarismo. De este modo, no puede negarse que las críticas y el rechazo que el liberalismo ha sufrido no dejan de tener justificación histórica.

El Capítulo III, está consagrado al análisis de los elementos más importantes esgrimidos por Friedrich A. Hayek en contra de una visión utilitarista de la moral y del orden social en general. Estos argumentos son: 1) Que el orden social no ha sido creado deliberadamente por los seres humanos; 2) que las instituciones que permiten a los seres humanos convivir y cooperar, no son creaciones deliberadas sino resultados no intencionados de la acción humana; y, 3) que la razón humana tiene funciones limitadas. En relación a estas ideas se analiza cómo el concepto de orden ha sido esclavo de los grandes sistemas metafísicos, condición que hace difícil comprender que la sociedad no puede responder a fines concretos, ni a una jerarquización impuesta desde fuera.

La teoría de las instituciones propia del pensar hayekiano, es producto desarrollado gracias a la tarea intelectual de Savigny y Menger. La explicación acerca del surgimiento del dinero sirve de base, en esta teoría, al origen de la moral y el derecho.

La razón, en consecuencia, ha sido elemento periférico y no esencial en en el forjamiento del sistema normativo. Contrario a lo que afirma el utilitarismo, el hombre sujeta su conducta a leyes no al enterarse de los beneficios que tal sujeción conlleva, sino precisamente por no poder preveer las consecuencias. Las normas morales constituyen, afortunadamente, un subsidio admirable y efectivo a nuestra ignorancia y a nuestras limitaciones.    

El Capítulo IV, y último, hace referencia a algunas críticas que, gracias al utilitarismo, se han lanzado contra el liberalismo. Especial énfasis se hace en que ni el eudemonismo ni el hedonismo pueden sustentar el orden social espontáneo, ya que si dicho orden no tiene fines las normas que lo posibilitan tampoco pueden tenerlos. Éstas debe ser abstractas y generales, y en vez de hallarse al servicio de determinadas consecuencias, más bien deben evitar que se produzca ciertos resultados.

Todas las características del utilitarismo apuntan a que se trata de una manifestación, entre otras, del racionalismo constructivista. Por tal motivo no puede constituirse en la doctrina moral propia del liberalismo.

La relaciones estrechas que una vez existieron entre el utilitarismo ético y la filosofía liberal no pueden continuar. El idilio tenía que acabar en ruptura, sobre todo a raíz de la propuesta evolucionista hecha por Hayek. Al fin y al cabo, semejante matrimonio sólo trajo oprobios sobre esa filosofía que ha reconocido en la libertad individual al más elevado de todos los valores. Bienvenida sea tal separación.

 

CAPITULO I

EL UTILITARISMO

 

Constituye un lugar común el que se ligue la doctrina moral utilitarista a los conceptos “felicidad” y “placer”. De esta forma los términos griegos eudaimonía y hedoné conducen fácilmente a pensar que la doctrina  utilitarista se remonta a los griegos de la antigüedad. Otra cuestión es que sin mayor trámite se ligan al utilitarismo una pléyade de autores posteriores a cuales más diferentes. Así pues, resultan utilitaristas: Platón, Aristóteles, Epicuro, los cirenaicos, San Agustín, San Buenaventura, Gassendi, Valla, Holbach, Spinoza, Hobbes, y hasta Wolf y Kant. 

No se puede negar que en la historia de la filosofía es posible encontrar, en el pasado más remoto y en los autores más inverosímiles, alguna insinuación o semilla casi en relación con cualquier tema. Si a lo anterior agregamos un particular uso y aplicación de la hermenéutica entonces los hallazgos se tornan interminables.

Aquí nos apegamos al sabio consejo de José Ferrater Mora quien observa que resulta más conveniente:

…reservar el nombre de “utilitarismo” para un cierto grupo de teorías filosóficas y éticas surgidas en la época moderna. En particular es

recomendable restringir la aplicación del término “utilitarismo” a la corriente que apareció en Inglaterra a fines del siglo XVIII y se desarrolló durante el siglo XX…[1] 

Esta ubicación permite reconocer a Jeremy Bentham, James Mill y John Stuart Mill como los pioneros de esta doctrina moral propia de la modernidad. Su antecesor más inmediato y directo, como veremos, parece haber sido Helvetius.

 

1. Jeremy Bentham

J. Bentham nació en Houndsditch, Londres y realizó sus estudios en Oxford. Las cuestiones jurídicas llamaron siempre su atención volcándose plenamente al estudio del Derecho aunque dedicándose más a la tarea de reflexión y análisis.

Fundó en 1824 la Westminster Review con el confesado propósito de exponer y defender en ella un “radicalismo filosófico” tendiente a   defender la libertad, que él asociaba  con la libertad de pensamiento y expresión, así como impulsar todas aquellas reformas políticas y constitucionales que fueran necesarias. Esta última tarea parece haber sido la motivación principal de J. Bentham.

De hecho no estaba tan interesado como Hume en reflexionar abstractamente sino en someter a juicio y transformación lo aceptado generalmente en su época.[2]

Es de reconocer que la Inglaterra de la época de Bentham se conmovía ante los excesos atroces de la Revolución Francesa. Como resultado, el apego a la tradición se fortaleció ante lo sucedido en el continente y personajes como Edmund Burke llamaban a mantener el estado de cosas en la sociedad. La necesidad de cambios, no obstante, era innegable, sobre todo en ciertas áreas. Es aquí donde el utilitarismo hizo sus mayores contribuciones, gracias a Bentham y a J. S. Mill, cuya tarea consistió en acrisolar el pensamiento del primero siendo que presentaba flancos débiles a la crítica.

Para un espíritu reflexivo y a la vez práctico como J. Bentham la cuestión medular se podía plantear en los siguientes términos: ¿Existe un principio que nos permita juzgar cuál es el propósito de la ley, del código penal y de las instituciones políticas? ¿De acuerdo a ese parámetro las instituciones tal como están son lo que deberían ser?

Ahora bien,  ¿cómo arribó Bentham a ese principio fundamental? De acuerdo a F. Copleston, Bentham descubrió, a partir de la lectura del Essay on Goverment de Joseph Priestley publicado en 1768,[3] que el principio no podía ser otro que el de la utilidad.

Esperanza Guisán pone en duda lo afirmado por Copleston. Guisán, interesada en las etapas por las cuales atravesó la formulación del utilitarismo demuestra que el descubrimiento y desarrollo del principio utilitarista no fue tan simple. De hecho refiere once etapas distintas en el proceso. Señala que antes del aparecimiento del trabajo de Priestley hubo tres momentos decisivos: 1) La aparición en 1742 de los Essays de Hume;

 

2) La obra Observations on Man, his Frame, his Duty and his Expectations de Hartley, aparecida en 1749; y, 3) El trabajo de Helvetius, Sur l’esprit, aparecido en 1758.

Guisán apunta que los Essays de Hume aunque hacen referencia al término usefulness, no encadenaban ésta a la felicidad. Asimismo señala que Hartley parece ser el primero en conectar la felicidad (happiness) con dolor (pain) y placer (pleasure), aunque no coloca la felicidad como principio para juzgar las instituciones. En Helvetius, afirma, ya ha de reconocerse el uso práctico de la noción de felicidad, aunque, aclara:

…a pesar del calor con que Bentham acoge la aportación de Helvetius, la considera todavía incompleta en lo que respecta, particularmente, a las modificaciones del placer y el dolor universalmente experimentados. [4]

Finalmente, Guisán, apoyándose en el editor de la Deontology, sostiene la opinión de que la frase con la cual Bentham establece el principio utilitarista de “la mayor felicidad para el mayor número” pudo haber sido tomada :

…de la traducción al inglés de la obra de Beccaria Dei Delitti e della pene traducida al inglés en 1767 con el título An essay on crimes and punishments.[5]

Sea cual haya sido el itinerario interior seguido por Bentham para formular el principio fundamental utilitarista, están claras dos cosas: 1) Él no inventó el principio; y, 2) Lo que sí hizo fue interpretar el principio no vacilando en aplicarlo al análisis de la moral y la legislación, convirtiéndolo en el pivote central de sus reflexiones.

Dejemos en claro que para Bentham el principio de la utilidad significaba el grado en el que las leyes y las instituciones jurídicas y políticas promovían la mayor felicidad posible para el mayor número posible de ciudadanos.

El apego a la tradición, que en aquel momento hasta podía tener ribetes de conservadurismo, fue para Bentham algo digno de rechazo. Descubrió muy fácilmente que la oposición a sus reformas era clara muestra de que los funcionarios públicos estaban inspirados por sus propios intereses y que poco o nada importaba para ellos el bien mayoritario o la felicidad de la población.

No es posible ocultar las dosis de racionalismo que subyacen al pensar de Bentham pero tampoco se puede ignorar su crítica a los intereses personales en tanto constituidos en móvil, justificación y meta de las acciones públicas efectuadas por la clase gobernante.

Algo, sin embargo, separa a Bentham del racionalismo francés: su total desconfianza en la democracia. Ésta para él no tenía nada de intocable o sagrado. A pesar de sus críticas y rechazo hacia la monarquía y la Cámara de los Lores, lo cual era muestra de su radicalismo, tampoco colocó el futuro en manos de la mayoría. Siempre hizo del principio de utilidad el criterio último para las reformas sociales por él impulsadas.

Tampoco parece haber procedido inspirado por sentimientos de compasión aunque diera la impresión de que sí. Sus duras críticas al sistema penal no se justificaban por ser aquél “inhumano” sino por ser “inútil”. En palabras de Copleston:

Esto no significa, por supuesto, que Bentham fuera lo que normalmente se diría inhumano, sino que en principio no le movió tanto la compasión para con las víctimas del sistema penal como la “inutilidad” del tal sistema. Era un hombre de razón y entendimiento, antes que de corazón y sentimiento. [6]

 

La obra de Bentham es considerable. No hay lugar aquí más que para mencionar algunas: Fragments on Government (1776), en la que critica el mito del contrato como origen de la sociedad; Defence of Usury (1787), en la que justifica el papel de los prestamistas y del cobro de interés sobre capital; Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1789), en la cual expone los rasgos generales de su pensamiento moral y jurídico; Panópticon (1791), que no era sino la descripción de un modelo de cárcel que alguna simpatía logró tanto en Francia como en la misma Inglaterra, modelo que no llegó a concretarse, por diversas razones, a pesar de ofrecerse el autor gratuitamente como supervisor del proyecto en ambas naciones; Chrestomathia (1816), que es una serie de artículos relacionados con la educación; Table of the Springs of Actions (1917), publicada por James Mill, obra en la que se examina el papel que el dolor y el placer tienen en cuanto móviles de la acción; Deontology or Science of Morality, publicada póstumamente en dos volúmenes en 1834.

Murió Bentham el 6 de junio de 1832 habiendo dejado instrucciones para que su cadáver fuera utilizado en investigaciones que ayudaran al avance de la ciencia.

 

2. Las ideas de Bentham: Líneas generales

La piedra angular del pensamiento de Bentham es el denominado hedonismo psicológico: Los seres humanos se orientan al actuar por la evitación del dolor y el acercamiento a lo placentero y agradable.

Al formular el hedonismo psicológico, como móvil fundamental de la acción, lo expuso así: 

La naturaleza ha colocado a  la humanidad bajo el gobierno de dos señores soberanos, el dolor y el placer… Ambos nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos: cualquier esfuerzo que hagamos para librarnos de nuestra sujeción a ellos, no hará sino demostrarla y confirmarla. De palabra, el hombre puede pretender que abjura de su imperio; en realidad, permanecerá siempre sujeto a él. [7]

Esto significa que los actos llevados a cabo por los seres humanos están dominados por el interés de evitar el dolor y buscar lo agradable y placentero. Ahora bien, aunque la postura parezca dar albergue a un egoísmo rayano en egolatría, los psicólogos advierten que este tipo de hedonismo es un hedonismo del futuro distinto del hedonismo del presente.

De acuerdo a dicha clasificación del hedonismo un pensador como Aristipo, al promover un hedonismo del presente, radicalizó la importancia del placer inmediato convirtiéndolo en el máximo bien a buscar.

Por su parte, el hedonismo psicológico de Bentham se diferencia por tener en cuenta el porvenir y por ende, por escapar a la mera animalización del principio hedonista. El historiador de la psicología Edwin G. Boring establece que el hedonismo del presente es:

…más aplicable a los animales que carecen de los procesos simbólicos necesarios para la anticipación del futuro que para el hombre que siempre está mirando hacia adelante.[8]

Bentham, y todos los ulteriores utilitaristas, se percataron de que el placer inmediato no puede servir para elaborar una teoría que justifique la moral social pues el hedonismo del presente regularmente da pie a conflictos y contrasentidos. Sin embargo, el principio hedonista, aplicado dentro del marco referencial de la sociedad, y poseyendo como horizonte el largo plazo, conduce a la integración y armonización de los placeres y dolores pues la meta consiste en promover la mayor felicidad posible para el mayor número posible de individuos.

De acuerdo a los psicólogos el principio de asociación conduce del hedonismo psicológico al hedonismo ético:

Pronto el individuo llega a asociar el placer en vez del dolor con aquellas acciones que conducen a la meta de la comunidad: el mayor placer para el mayor número de personas. [9]

Así, Bentham propone un criterio para juzgar la moralidad de las acciones y para justificar los deberes. En el ámbito de las obligaciones el hedonismo psicológico no conduce necesariamente a la conducta correcta, pues lo único que afirma es que naturalmente se huye del dolor y se busca el placer. La cuestión de si el curso de acción a seguir es el indicado o no, debe juzgarse desde la perspectiva de la promoción o producción de la mayor felicidad posible: tanto en el plano individual como en el social. De este modo el principio utilitarista es el mismo sólo que aplicado en campos distintos: el psicológico y el moral.

Las acciones que llamamos buenas tienden a incrementar el placer mientras las llamadas malas lo disminuyen. Dado que debemos hacer lo bueno y no lo malo, nuestra obligación es efectuar aquellas acciones promotoras de la mayor felicidad.

Según Bentham otras teorías acerca de la moral (como el intuicionismo) pecan por insuficiencia, es decir, no explican realmente por qué debemos obrar de una forma y no de otra. O sencillamente si intentan explicarlo caerán atrapadas en el principio utilitarista. De acuerdo a Bentham sólo el utilitarismo proporciona un criterio objetivo del bien y del mal. 

Pues bien, al hedonismo psicológico y ético, Bentham agregó, con miras a apuntalar el principio utilitarista de la mayor felicidad para el mayor número, que el placer a buscar tendría que cumplir una serie de requisitos. Este “cálculo hedonista” establece que los placeres han de discriminarse en función de: a) su intensidad, b) su duración, c) su certidumbre o incertidumbre, d) su cercanía o lejanía, e) su fecundidad, f) su pureza, y g) su extensión.

A pesar de que este “cálculo hedonista” no es plenamente seguro ni convincente, libera a Bentham de caer en el sensualismo. Como dice muy bien Hazlitt:

 …Bentham y los utilitarios no pueden ser acusados con justicia de asignar al “placer” un significado puramente sensual… el énfasis que ponen en promover el placer y evitar el dolor no conduce necesariamente a una filosofía de la autoindulgencia…. Bentham destaca constantemente la importancia de no sacrificar el futuro al presente… [10] 

No obstante haberse librado del sensualismo, Bentham no pudo escapar al análisis cuantitativo. Equivocadamente pensó que el placer, integrante de la felicidad, podía perfectamente ser medido al punto de relacionar el mayor o menor número de placeres con la mayor o menor felicidad. Hay que decir, empero, que aunque no procedemos matemáticamente sí nos detenemos muchas veces a pensar si vale o no vale la pena seguir un curso de acción en función de si nos va a hacer más o menos felices. Esto último acontece muy frecuentemente en nuestra vida personal. Asunto distinto es el ámbito de lo social: ¿Cómo saber si nuestro acto beneficiará al mayor número posible de personas? ¿Es acaso el criterio de lo placentero o de la felicidad exactamente el mismo para todos? Bastante se ha criticado a este respecto la propuesta de Bentham y, a mi juicio, con sobrada razón. ¿Cómo puede cada actor resolver el perenne problema de si sus actos van a provocar que la mayoría sea más feliz? ¿Puede la limitada razón humana llenar tan ciclópeo cometido?

Pero hay quien opina que al formular  Bentham el principio utilitarista a nivel moral, no tenía en mente al hombre común, al ciudadano corriente, sino a los gobernantes y funcionarios en cuanto actores de particulares características.  Sobre todo como actores cuyo proceder repercute en el conglomerado, en el cuerpo social. Copleston va exactamente por ese camino. Afirma que:

Pero si la esfera de la moralidad tiene el mismo  fin que la esfera de la acción humana, la legislación y la gestión de gobierno caen dentro de la esfera moral. Por lo tanto, el principio de utilidad debe aplicarse a ellos. (…) Así, pues, decimos que una gestión de legislación o de gobierno está de acuerdo  con el principio de utilidad o está dictada por él cuando “su tendencia a aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que su posible tendencia a disminuirla.”[11]

Ahora bien, ¿cómo lograr lo anterior? Al parecer no se trata de una intervención positiva de las autoridades para hacer felices a los hombres. El argumento se complementa al reconocer que los individuos, en la prosecusión de su felicidad, no necesariamente ven armonizados sus intereses y acciones. Algunos conflictos y ásperos roces pueden de hecho surgir. Entonces la acción legislativa y de gobierno consiste en procurar que tales búsquedas individuales se armonicen y se disminuya la posibilidad de conflictos. Esto condujo a Bentham a enfatizar dos cuestiones: 1) Los castigos que constituyen el derecho penal han de tener como función disuadir a la gente de actuar lastimando o afectando negativamente a otros, es decir, han de castigarse los actos que provoquen la disminución de la felicidad en el cuerpo social; y, 2) El sufragio universal como instrumento para evitar que el poder esté en manos de un monarca o de un grupo en particular, lo cual es muestra inequívoca de que Bentham terminó aceptando la forma democrática  de gobierno a pesar de haberla inicialmente rechazado.

Se puede afirmar que Bentham hizo en su época un verdadero esfuerzo por  abordar las cuestiones de la moral y la legislación científicamente. Los términos “bueno”,  “malo”, “interés común” y otros, sólo podían tener sentido específico desde el análisis utilitarista.

Quizás sea cierto que fue más un reformador social que un gran filósofo, como dice Copleston,[12] pero de cualquier manera no puede negarse que sus ideas, expresadas a veces de manera simplona, han tenido una influencia profunda y duradera en el pensamiento y la teoría políticos, así como en las ideas del hombre común.

 

3. John Stuart Mill

Nació en Londres el 20 de mayo de 1806. Hijo de un zapatero que primero aspiró a ser ministro presbiteriano de culto y que devino agnóstico después de conocer y permanecer bajo la influencia de J. Bentham. John Stuart recibió, gracias a su riguroso y exigente padre, una educación que iba desde el griego (materia a la que se aplicó desde los tres años de edad), hasta la zoología, incluyendo matemáticas, lógica, literatura, economía, política y derecho romano. El francés llegó a serle familiar y se interesó en la literatura francesa.[13]

Entre los autores cuyo pensamiento examinó se puede  mencionar a Condillac, Helvétius, Locke, Hume y, por supuesto, Bentham a quien se dispuso corregir o liberar de ciertos errores.

Entre los años de 1829 y 1830 Mill entró en contacto con las ideas de Saint-Simon, socialista francés desaparecido en 1825, tornándose paulatinamente hacia el socialismo. Proceso socializante al que contribuyó su amistad y posterior matrimonio con Harriet Taylor. Guisán da cuenta de esto último al asentar que:

…Mill llegó a ser más socialista que demócrata según confiesa en su  Autobiografía, gracias sin duda a la influencia importante de Harriet Taylor, compañera intelectual y finalmente  esposa…[14]

 John Stuart Mill nunca fue un académico en el estricto sentido de la palabra. La mayor parte de su vida productiva la pasó en la East India Company. Aparentemente se trató de un individuo sumamente dedicado a sus labores cosa que se deduce de la crisis mental sufrida en 1826 por exceso de trabajo.

Después de realizar varias  publicaciones y desempeñar un puesto en el Parlamento, como representante por Westminster, John Stuart Mill falleció en Avignon el 8 de mayo de 1873, habiendo dejando material escrito que sólo vio la luz editorial póstumamente.

Entre sus obras podemos citar, en aras de la brevedad, los siguientes títulos: System of Logic (1843), Principles of Political Economy (1848), On Liberty (1859), Considerations on Representative Government (1861), y Utilitarianism (1863).

 

4. Las ideas de J. S. MiIl: Líneas generales

El pensamiento de Mill se mueve dentro del marco de las ideas fundamentales de Bentham. La utilidad no es uno entre tantos bienes sino el bien por antonomasia. Se trata del principio utilitarista que, además, no admite prueba de ninguna clase pues en tanto principio es irreductible; aparte de que constituye el fin último de la acción humana.

Mill argumenta que el principio utilitarista no sostiene una moral egoísta dado que la utilidad (felicidad, placer o minimización del dolor) no es medida en función personal nada más sino en relación con el cuerpo social.[15] El parámetro moral no es la mayor felicidad que el actor pueda conseguir; la medida es más bien la mayor felicidad que pueda provocarse socialmente.

Para Mill la búsqueda de otros objetivos o fines como la virtud, la riqueza y la fama no contradicen en nada su propuesta. Al contrario, la confirman. Por asociación estos fines vienen a constituir la felicidad misma, para algunos, o un medio para conseguirla, para otros.

Ahora bien aún moviéndose dentro de los parámetros ideológicos de Bentham, Mill es consciente de las debilidades teóricas de aquél. No acepta el análisis cuantitativo efectuado por Bentham y en el que quedó atrapado éste aún después de proponer sus consabidos criterios para diferenciar los placeres.

Mill, en su anhelo por superar tal deficiencia, propone que es necesario introducir un criterio que permita la diferenciación cualitativa de los placeres. El punto referencial es la naturaleza humana entendida como susceptible de perfección en función de algún ideal.

Esta propuesta que linda con la visión aristotélica del hombre,[16] aunque bien intencionada, no deja de levantar una serie de cuestiones, aparte de que el objetivo que deseaba alcanzar sólo se logra a costas del principio utilitarista. Al respecto, aunque equivocado, tenía mayor consistencia lógica la propuesta cuantitativa de Bentham. La razón es que al referirse a la naturaleza humana, independientemente del acercamiento a Aristóteles, Mill introduce un elemento completamente extraño al sistema moral utilitarista. Parece entonces que ya no es el principio utilitarista la única columna que le da pie. Copleston nos da la razón cuando afirma:

Si queremos discernir entre distintos placeres sin introducir otra norma o criterio que el placer mismo, el principio de discriminación puede ser sólo cuantitativo, aunque Mill diga lo contrario. En este sentido Bentham adoptó la única posible actitud  consistente. Si, no obstante, optamos por reconocer diferencias cualitativas intrínsecas entre los placeres, tendremos que encontrar otra norma distinta del placer mismo.[17]

Esa otra norma, distinta del placer, es una idea  antropológica. Creyó Mill que únicamente si nos consideramos perfectibles, capaces de desarrollo personal en función de algún ideal (cómo nos visualizamos a nosotros mismos) es posible establecer diferencias entre los placeres. Aquellos placeres que no "van", por decirlo así, con nuestro humano ideal, serán descartados mientras que aquellos que compatibilizan con nuestras expectativas serán bienvenidos. Tal sería el criterio para saber y poder elegir entre drogarse o asistir a la ópera.

Pero luego, ¿en qué sitio queda entonces el principio de utilidad? Ya no puede, por lo menos, ser considerado el único fundamento de la moral. Lo que es peor, podría dejar de ser principio y pasar al plano de instrumento en  función de aquella meta última: concretar el ideal antropológico.

Es mejor, dijo el mismo Mill, ser una creatura humana insatisfecha que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un loco satisfecho.[18]

Mill considera la felicidad, entonces, como cosa muy concreta para cada quien y para la sociedad en tanto y en cuanto está atada al desarrollo de la personalidad humana. Por ello surge aquí otro valor fundamental para John Stuart Mill: la libertad.

Afirmaba con aires más que proféticos en las primeras líneas de su obra

Sobre la libertad:

El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero que influye profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer como la cuestión vital del provenir.[19]

Intuyó muy bien lo que sucedería con la libertad: El industrialismo de la mano del nacionalismo, los planteamientos de Darwin (equivocadamente transplantados al ámbito político) y el pensamiento de Karl Marx hicieron que los ciento cincuenta años que siguieron a la publicación de On Liberty, se convirtieran en siglo y medio de lucha a favor de la libertad individual.

La cuestión para Mill era muy simple: No se puede hablar de un ideal antropológico a perseguir; no puede verse la vida humana como una empresa a efectuar, si no se reconoce un ámbito privado individual inexpugnable. Es más, únicamente evitando que la fuerza intervenga en la vida privada de la persona puede tener sentido sujetar la conducta a principios morales.

Mill fue aún más lejos: al reconocer un ámbito moral privado, personal, y otro público, en el que la convivencia y la cooperación eran esenciales, reclamó que el primero quedara fuera del poder coactivo del Estado y de las presiones de grupo que, aunque no equiparables al poder estatal, igualmente lesionan la libertad individual.

Al respecto resaltan como talladas en alto relieve y cubiertas con tinta roja sus palabras:

Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo.[20]

Esta sola declaración hubiera bastado para hacer del pensamiento de Mill, como de hecho lo ha sido, mucho más perdurable y bienhechor que el darwinismo social y el marxismo. No existe en Mill aquella admiración por el Estado característico de Hegel, por ejemplo. Ni la propuesta jurídica de un totalitarista como Hobbes que veía en el Leviathán un Ser creador de leyes duras pero más sabias que la inteligencia individual. Mill se perfila, en el principio enunciado arriba, como defensor del individuo y de su libertad.

Hasta este momento tenemos que Mill: a) defiende el principio de la utilidad; b) propone la perfectibilidad de la naturaleza humana; y, c) sostiene la libertad individual, todo como fundamento de su teoría moral.

Pero no terminan ahí las cosas. Mill parece haber abierto una brecha para que se le acuse de caer en la "falacia naturalista". Sin ánimo de desarrollar toda la cuestión, describiré tan sólo su perfil general y fundamental.

Desde Hume es conocido el principio de que un "debe" no se puede deducir de un "es". Para quien acepte tal afirmación todo sistema de filosofía moral que así proceda cae en un razonamiento falaz conocido como "naturalista". Pues bien, se ha afirmado que Mill -al igual que el íntegro utilitarismo clásico- parece ir en esa dirección. Se establece o se parte de un hecho, que los hombres buscan su felicidad; en seguida  se afirma que, en consecuencia, los hombres tienen un deber: actuar de modo tal que consigan la felicidad y la promuevan.

El trabajo más conocido dirigido a refutar todas las posturas "naturalistas" (que parten de un "es") es quizá la obra publicada en Londres, en 1903, por G. E. Moore con el título Principia Ethica. Especial atención se le concede a John Stuart Mill en esta obra de Moore. El problema, según se establece, se encuentra en un párrafo de Utilitarianism que reza así:

La única prueba que puede darse de que una cosa es visible es que la gente realmente la ve… De la misma manera, me parece, la única prueba que puede darse de que algo es deseable es que la gente realmente lo desea. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone no fuera, en la teoría y en la práctica, reconocido como tal, nada podría convencer a nadie de que lo era. No puede darse razón alguna en favor de por qué la felicidad general es deseable, excepto que toda persona, en la medida en que cree que es alcanzable, desea su propia felicidad. Siendo esto un hecho, no sólo tenemos todas las pruebas que el caso admite, sino todas las que es posible exigir de que la felicidad es un bien: que la felicidad de cada persona es para ella un bien, y por tanto, que la felicidad general es un bien para el conjunto de todas las personas.[21]

Vamos a dejar periclitados algunos problemas que se suelen ver en este párrafo: semánticos (¿es lo mismo "visible" y "capaz de ser visto"? ¿es lo mismo "deseable" y "capaz de ser deseado" o "que merece ser deseado"?); lógicos (la falacia de composición de que la felicidad de cada uno es la felicidad de todos), etc. Para Moore, no obstante, lo más grave es que Mill comete la falacia naturalista.

Mill, hay que decirlo, tiene sus propios defensores, los que han demostrado que la crítica de Moore no es necesariamente aceptable.[22]

Pero, en este trabajo,  no es primordial efectuar un exhaustivo examen del ideario de Mill; así, sin ir más lejos en este breve análisis de las ideas de John Stuart Mill, puede afirmarse que su pensamiento deja ver algunas incoherencias, deslices lógicos y hasta contradicciones, sobre todo si se toma en cuenta su deserción a los ideales netamente liberales y posterior conversión al socialismo.

 

5. El utilitarismo del acto y el de la norma

A partir de la obra de John Stuart Mill, titulada El utilitarismo,  suelen reconocerse, como es sabido, dos manifestaciones del utilitarismo: el utilitarismo del acto y el utilitarismo de la norma. El del acto, enfatiza que cada vez que se actúa ha de recurrirse al juicio personal para determinar qué acción concreta producirá el mayor excedente de felicidad sobre la infelicidad.

El criterio prudencial de cada quien es esencial en el utilitarismo del acto por lo que la existencia de las normas y su función quedan de hecho ignoradas o, por lo menos, no sirven de mucho.

El ser humano ha de ser capaz, en todos los casos, de prever las consecuencias de sus acciones puesto que dichas consecuencias son el criterio para establecer los deberes y las obligaciones. 

Por su parte, el utilitarismo de la norma enfatiza que el juicio ha de recaer sobre las reglas. Hemos de preguntar qué norma es capaz de producir el mayor excedente de bien sobre el mal. La cuestión crucial, en el utilitarismo de la norma, no es ¿qué efectos producirá este acto concreto, en esta situación específica? sino ¿sería beneficioso que todos los individuos hicieran esto en situaciones como ésta? es decir ¿sería útil que este comportamiento se volviese común?

Mill dio importancia a ambas expresiones del utilitarismo. Sostenía que en algunas circunstancias tenemos que preguntarnos si decir la verdad o mentir, declarar lo que sabemos u ocultar información, es o no es lo más adecuado. ¿Es nuestro deber ser veraces ante el malvado que inquiere por su víctima dado que nosotros sabemos dónde se oculta ésta? ¿Es obligación comunicar lo que sabemos a alguien que, dado su estado de salud, podría agravarse y aún morir al contacto con tales datos?

En los casos anteriores, Mill se inclinaba por un utilitarismo del acto, diríamos, excepcionalmente. Pero en líneas generales parecía sostener un utilitarismo de la norma como proceder común en el contexto de la vida social. En El utilitarismo, sostiene claramente que:

Todas las criaturas racionales se hacen a la mar de  la vida con decisiones ya tomadas respecto a las cuestiones comunes de corrección e incorrección moral… Por lo demás, argumentar seriamente, como si no fuera posible disponer de tales principios secundarios, como si la humanidad hubiera permanecido hasta ahora, y hubiera de permanecer por siempre, sin derivar conclusiones generales de la experiencia de la vida humana, es el absurdo mayor al que jamás se pudiera llegar en las disputas filosóficas.[23]  

A la luz de lo anterior Mill parece afirmar que existen normas (principios) que hemos heredado del pasado; que no tenemos, en consecuencia, que proceder en cada acción como si fuera la primera vez que ésta se efectúa en el tiempo y en la historia. El mundo, el universo, la sociedad, no constituyen una primera experiencia para cada quien cada vez que se actúa. Al contrario, nos asomamos al mundo y a la sociedad con un bagaje (en el caso de la sociedad, es un capital normativo), que nos prepara para proceder adecuadamente.

Ahora bien hay que reconocer que aquí John Stuart revela una tirantez dialéctica en su pensamiento (una de las tantas ocasiones en que esto se manifiesta): Por un lado acepta la existencia de normas heredadas pero por la otra eleva a la razón humana a la categoría de juez de las normas. ¿En qué quedamos? ¿Son las normas encarnación de la experiencia de generaciones pasadas? ¿Deben obedecerse dado que tal sabiduría se impone o porque la razón demuestra que su obediencia, en general, producirá los mejores efectos?

Haciendo un intento por conciliar estas posturas aparentemente inhermanables creo encontrar una salida en la particular posición de Mill respecto al conocimiento humano como susceptible de error.

Es cierto, hay tradiciones, herencia cultural, normas y reglas recibidas como legado pero ¿por qué tomarlas como la última palabra?, ¿acaso no son susceptibles de mejora, cambio, renovación  y perfeccionamiento?, ¿o es que los ancestros no se equivocaban nunca?

El error humano y  la imperfección de nuestro conocimiento, son cuestiones que subyacen a la defensa de la libertad tal como Mill la entendía. De ahí que el disenso, la variedad de opiniones y las conductas más estrambóticas sean defendidas por él en cuanto manifestaciones de la libertad. He aquí algunas de sus palabras:

…las épocas no son más infalibles que los individuos; toda época ha sostenido opiniones que las épocas posteriores han demostrado ser, no sólo falsas, sino absurdas; y es tan cierto que muchas opiniones ahora generalizadas serán rechazadas por las épocas futuras, como que muchas que lo estuvieron  en otro tiempo están rechazadas por el presente.[24]

La tradición es importante pero no sacrosanta; la sabiduría de antaño orienta pero no es absoluta, provee parámetros pero éstos pueden tornarse obsoletos y discutibles. De ahí la urgencia de la libertad para discutir, experimentar, probar y ensayar. La posibilidad de fallar abre para nosotros la vía para que el intelecto humano, tanto en la ciencia como en la moral, pueda avanzar: la de someter a prueba las creencias. Por fortuna, nos asegura Mill, hay que reconocer:

una cualidad de la mente humana, fuente de todo lo que hay de respetable en el hombre, tanto como un ser intelectual que como ser moral, y es, a saber,  que sus errores son corregibles.[25]

No lo sabemos todo, pero podemos ir depurando nuestro saber tanto en lo teórico como en lo práctico, en lo que atañe a la verdad y en lo que toca a la bondad. Todo gracias a que:

El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. No sólo por la experiencia; es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia. Las opiniones y las costumbres falsas ceden ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto sobre los espíritus es necesario que se expongan. Muy pocos hechos son capaces de decirnos su propia historia sin necesitar comentarios que pongan de manifiesto su sentido.[26]

La defensa autoritaria de cualquier opinión o costumbre, sea cual sea su justificación, repugna a Mill. Ningún resquicio deja Mill abierto para que se cuele la infalibilidad. Todo pende del hilo de la experiencia y la discusión abierta.

Reconocer esta radical postura epistemológica puede contribuir a zanjar la posible brecha entre las normas, que están ahí, que nos permiten enfrentarnos a la realidad (no con las "manos vacías"), y la actitud evidenciada en su utilitarismo de la norma.

Ahora bien, hay que estar conscientes de que el problema no termina aquí. Una cosa es el intento por tender un puente entre las dos afirmaciones de Mill  (que podría interpretarse como la solución de una cuestión lógico-sistemática), y otra, muy distinta, el de si la razón humana está realmente capacitada para discriminar y elegir entre las normas aquellas que han de obedecerse o quedar establecidas (al menos durante un tiempo). Lo que sería aún peor, ¿hemos de inclinarnos por las normas propias de la tradición o por la razón humana capaz de discriminar entre dichas normas? En otras palabras, hay una rendija en el pensar de Mill por la que se cuela descaradamente una excesiva confianza en el poder de la razón?  Esta última cuestión, extra sistemática, producto de la interpretación que tradicionalmente se ha hecho del utilitarismo de la norma de Mill merece ser abordada, no obstante su abordaje ha de quedar, por el momento, diferido para más adelante.

 

Continuará en la edición de Verano

 

* El doctor Julio César De León Barbero es profesor titular de la Cátedra de Filosofía Social en la Universidad Francisco Marroquín, Guatemala.

 



[1]Ferrater Mora, José. Diccionario de filosofía, Alianza Editorial, Madrid, 1984 (5a. Edición). 4 volúmenes. Vol. 4 (Q-Z), páginas 3361-3362.

[2]Al decir de Copleston: “… El objetivo de Hume fue principalmente entender la vida moral y el juicio moral, mientras que Bentham aspiró principalmente a fijar criterios para juzgar -con  vistas a unareforma- las ideas morales y las instituciones legales y políticas comúnmente admitidas.” -F. Copleston, Historia de la filosofía, Editorial Ariel, Barcelona, 1980 (2a. Edición). Vol. VIII, De Bentham a Russell, p. 20.

[3]Copleston, F., Ibid, p. 21.

[4]Guisán, Esperanza, Utilitarismo, en Concepciones de la ética, edición de Victoria Camps, et. al, Editorial Trotta, S.A., Madrid, 1992, p. 271.

[5]Ibid, p. 272. Copleston también señala la referencia a la mayor felicidad hecha por Beccaria, pero se queda ahí: señalándola. Op. Cit., p. 22.

[6]Ibid., p. 23.

[7]Bentham, Jeremy, Introducción a los principios de la moral y la legislación,  Capítulo I, Sección I, citado por Copleston, Ibid, p. 25.

[8]Boring, Edwin G., Historia de la psicología experimental, Editorial Trillas, México, 1979, (primera edición, primera reimpresión), p. 725.

[9]Ibid., p. 726.

[10]Hazlitt, Henry, Los fundamentos de la moral, p. 48.

[11]Copleston, F., Op. Cit., p. 29.

[12]La costumbre de Bentham de simplificar en exceso y pasar por encima de las dificultades, unida a esa peculiar estrechez de la visión moral a la que alude Mill adecuadamente, lo descalifica para el título de gran filósofo. Pero su lugar en el movimiento de reforma social está asegurado. Sus premisas son a menudo cuestionables, pero ciertamente Bentham tiene el don de deducir de ellas conclusiones que a menudo son inteligentes y reveladoras.” Copleston, F., op. cit., p. 33.

[13]En una conferencia dictada en el Conference Hall, County Hall, Londres, el 2 de diciembre de 1959 y publicada por The Council of Christian and Jews, Kingway chambers, 162 Strand, W. C. 2, ese mismo año, Isaiah Berlin dijo: "Le alimentaron con una dieta intelectual cuidadosamente elaborada por su padre, compuesta de ciencias naturales y literatura clásica. No tuvo acceso ni a la religión ni a la metafísica y muy poco a la poesía, es decir, a nada de lo que había sido condenado por Bentham como obra de la idiotez y el error humanos. Al único arte que pudo entregarse libremente fue al de la música, quizá porque su padre consideraba que no era fácil que presentara una visión equivocada del mundo real. El experimento tuvo en cierto modo un éxito aterrador. John Mill poseía al cumplir los doce años los conocimientos de un hombre de treinta excepcionalmente erudito."

[14]Guisán, Esperanza, op. cit., 282. José Ferrater Mora se ve en la necesidad de aclarar que J. S. Mill debe considerarse como un autor que "amplía los cuadros del utilitarismo de Bentham con un socialismo ético" – Op. cit., p. 2228. Véase también al respecto: Hayek, F. A., John Stuart Mill and Harriet Taylor: Their Friendship and Subsequent Marriage, Routledge & Kegan Paul, Ltd., London, 1951,  obra en la que el Nóbel en Economía 1974 analiza la transformación ideológica experimentada por Mill. Aquella transformación (o descarrío) intelectual condujo a John Stuart a equivocadas apreciaciones en torno a la economía. Llegó al punto de afirmar que el problema económico fundamental  -al menos en los países desarrollados- era nada más la repartición de la riqueza. Postura que le ha granjeado críticas de parte de Hayek: “Parece no haberse dado cuenta de que el intento de acabar con la extrema pobreza únicamente a través de la redistribución hubiera conducido en su época a la destrucción de todo lo que consideraba como vida culta, sin apenas lograr su objetivo” – Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, S. A., Madrid, 1982, p. 70, nota al pié # 9.

[15]Esto, muy a pesar de su desprecio por las presiones sociales sobre el individuo y su vehemente defensa de la esfera privada de vida ante las conveniencias sociales. Cuestiones que, por otra parte, tuvo que  vivir en forma personal dados los terribles prejuicios de la sociedad victoriana del momento.

[16]Asociación con Aristóteles que Bentham siempre evitó y hasta expresamente condenó. Cfr. Copleston, op. cit., p.45

[17]Copleston, op. cit., 44-45.

[18]Citado por Copleston, op. cit.  p. 45.

[19]Mill, John Stuart, Sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1970 (Prólogo de Isaiah Berlin, traducción de Pablo Azcárate), p. 55.

[20]Mill, John Stuart, op. cit., p. 65.

[21]Edición Fontana, editado por M. Warnock (1962) pp. 288.289

[22]Para toda esta discusión véase, aparte de la obra original de Moore mencionada, Hudson, W. D., La filosofía moral contemporánea,  Alianza Editorial, 1987 (Versión española de José Hierro S. Pescador), especialmente los  Caps. 3, 5 y 6.

[23]Mill, J. S., El utilitarismo, Editorial Alianza, Madrid, 1984, p. 73.

[24]Sobre la libertad, pp. 78-79.

[25]Ibid., p. 80.

[26]Ibid., pp. 80-81.

 

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