Consideraciones sobre la libertad individual en Casa de muñecas – Julio César De León Barbero – Eleutheria Verano 2006

Consideraciones sobre la libertad individual en Casa de muñecas

 

Julio César De León Barbero*

 

 

El 23 de mayo de este año se cumplirán cien años de la muerte del célebre dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen (1829-1906). El gobierno de Noruega por medio del Ministerio para Asuntos Culturales y el de Asuntos Exteriores ha declarado este año 2006 como el año de Ibsen en todo el mundo (http://www.noruega.org.gt/culture/literature/ibsen.htm; http://www.noruega.org.gt/ibsen/).

 

No podía ser de otra manera puesto que Ibsen es no sólo su escritor más representativo y de mayor influencia en el teatro contemporáneo sino el más universal y el que hizo que los ojos del mundo se volvieran, en su momento, hacia el país escandinavo.

 

La obra de Ibsen ha sido considerada por algunos críticos como segunda en importancia  después de la de William Shakespeare. Como dramaturgo abre una brecha hacia el realismo después de renunciar al romanticismo y al nacionalismo, característicos de los autores noruegos de la primera mitad del siglo XIX como Henrik Wergeland (1808-1845) quien además era independentista.

 

Puede reconocerse que en esa transición del romanticismo hacia el realismo alguna influencia recibió del crítico literario danés Georg Brandes (1842-1927) quien insistía en que la literatura debía hacerse cargo de exponer los problemas humanos que se viven día a día en vez de presentar mundos y escenarios elucubrados.

 

En palabras del mismo Ibsen en una entrevista registrada en la obra de Michael Meyer, Ibsen: A Biography:

 

“. . . as long as our authors fail to distinguish between the demands of reality and the demands of art, and lack the taste to polish the rough surface of reality so that it may qualify to be admitted into the realm of art. Then they may realize that nationalism in art does not consist merely of the trivial copying of scenes from everyday life, and will see that a national author is one who understands how to give his work those undertones which call to us from mountain and valley, from meadow and shore, but above all from within our soul”.[1]

 

La lógica consecuencia del abandono del romanticismo, renunciar al nacionalismo, lo llevó a salir de su país (1864) y a vivir en Roma, Munich y Dresden pasando, a partir de ese momento, más de veinticinco años alejado de su tierra natal. Independientemente de todo lo que psicológica y sociológicamente significa el desarraigo, dicha experiencia lo llevó a la madurez artística. Como escritor se tornó más filosófico y produjo las obras más decididamente vueltas a la realidad cotidiana (desde Los pilares de la sociedad hasta su última obra Cuando despertemos los muertos).

 

A esta etapa de madurez pertenece la obra más conocida de Ibsen y la que más veces ha sido puesta en escena: Casa de muñecas. Escrita en 1879 y estrenada sobre las tablas en 1880, Casa de muñecas constituye un reclamo por la libertad femenina pero el clamor por ésta es sólo una excusa para reclamar la libertad de todo individuo a tomar su vida en manos propias.

 

I. El argumento de la obra.

 

   Los hechos ocurren en el interior de la casa de una familia típica de la época compuesta por el marido Helmer –abogado de profesión-, Nora -esposa de Helmer y gran protagonista y heroína de la obra-, tres hijos pequeños del matrimonio, y dos empleadas.

 

Los personajes ajenos al núcleo familiar pero que inciden en los acontecimientos son el médico Rank quien se siente sentimentalmente ligado a Nora; Cristina, amiga de Nora desde la infancia y que juega un papel importante en la salvación de la protagonista y Krogstad quien trabaja en el mismo Banco en el que labora Helmer y a quien Nora le tiene una deuda.

La cuestión central de la obra encuentra su razón de ser en un acontecimiento que acaeció hace ya ocho años: El padre de Nora yacía agonizante y su marido cae enfermo de gravedad. La solución para la recuperación de Helmer está en viajar a climas más benévolos, concretamente a Italia. Nora solicita a Krogstad un préstamo a escondidas de su marido para poder salvar la vida de éste y falsificando la firma de su padre moribundo. Con el tiempo Nora ha podido ir pagando la deuda.

 

Una serie de casualidades pondrán al descubierto aquella acción de Nora y traerán a la luz un mundo vital en el que la protagonista ha vivido sin sentirse a gusto y que la pondrán en la encrucijada más importante de su vida: seguir en lo mismo o romper con todo para reafirmarse a sí misma.

 

El marido es elevado a la posición de presidente de un Banco en el que precisamente labora Krogstad. La necesidad de readecuar el número de empleados del Banco trae consigo la posibilidad de que Krogstad quede desempleado. Éste ante semejante posibilidad recurre a Nora para que interceda por él ante su marido utilizando para ello la extorsión: Hará del conocimiento del marido todo lo relacionado con la deuda que ella adquirió con él ocho años ha. Los esfuerzos de Nora a favor de Krogstad no fructifican y éste pierde su puesto de trabajo.

 

Krogstad cumple las amenazas y envía al marido de Nora una carta en la que expone lo actuado por Nora a sus espaldas en ocasión del préstamo solicitado.

 

La misiva finalmente es leída por el marido dando lugar a una reacción violenta de parte de éste contra su mujer. Pero en mitad de los insultos, improperios y humillaciones de que Nora está siendo objeto llega otra carta en la Krogstad declara a Nora libre de toda deuda. Inmediatamente Helmer sufre una transformación. Concluye que no hay razón para humillar a su mujer, que el orden de su vida ha sido restablecido y que todo vuelve a ser normal.

Para Nora, no obstante, la cosa no es así de fácil. La reacción inicial de su marido ha obrado, primero, como desencadenante y, luego, como transformador. Ella se ha dado cuenta que no ha vivido sino que ha sido un juguete más en una casa de muñecas. No hay nada qué restablecer y sí mucho por conquistar. Terminará marchándose de casa abandonando a su marido y a sus hijos.

  

II. La estructura de la obra.

 

Son evidentes los tres momentos clásicos en que suele dividirse el desarrollo de todo asunto literario: El planteamiento, el nudo y el desenlace.

 

Hasta la escena cuarta del primer acto llega el planteamiento y en él se expone a los personajes con una clara alusión a sus vidas y al mundo en el que está inmerso cada cual. El nudo comienza a partir de ese momento hasta el instante previo a la lectura de la carta por parte de Helmer puesto que con dicha lectura se precipita el desenlace que es breve pero intenso y dramático sobre todo por las reacciones tan contrapuestas que tendrán Nora y su marido.

 

 El tiempo en el que el primer acto ocurre es el del día de Nochebuena. Momento en el cual se supone que al frío del invierno nórdico se le opone el calor humano, la condescendencia y el amor que insufla la celebración del nacimiento del Mesías. Sentimientos que Nora experimenta profundamente en ese día y que se evidencia por las compras que ha hecho, incluído el árbol navideño, con vistas a la celebración hogareña. 

 

Por su parte Helmer parece estar preocupado por el aspecto financiero, particularmente por no incurrir en préstamos y deudas que, en su opinión, acarrean descrédito.

 

Nada de deudas; ni un préstamo nunca. Se introduce una especie de esclavitud, algo feo, en cualquier casa que se apoya en las deudas y los préstamos. Hasta el momento tú y yo hemos resistido y seguiremos haciéndolo durante el poco tiempo de lucha que nos queda.

Esta preocupación por el “honor” de la familia y por evitar el qué dirán será el resorte que más adelante lo impulsará a maltratar a su mujer y a tildarla de criminal.

 

Asi mismo llama la atención el tratamiento de que Nora es objeto por parte de su marido: Sus palabras de cariño están siempre relacionadas con el mundo de las mascotas y de los animales: Le llama “mi alondra”, “mi ardillita”, “mi pequeño chorlito” y se muestra preocupado por su conducta en cuanto parecida con esos especimenes y lo que a él le cuesta mantener tales procederes.

 

¿Es que mi pequeño chorlito ha encontrado de nuevo la manera de gastar tanto dinero?

 

¿Cómo se llama ese pajarito que despilfarra continuamente?         

 

Ya, ya. Un estornino, ya lo sé.

 

          Este estornino es  muy simpático, pero le hace falta tanto dinero… Es increíble lo costoso que es para un hombre el poseer un estornino.

 

Él es un hombre muy consciente del medio en el que vive, de las exigencias de la sociedad a la que pertenece, de su función de proveedor que no le debe nada a nadie. Que no tiene que agradecer a ninguno lo que es y lo que ha logrado; ni siquiera a su propia mujer.

Nora por su parte no evidencia hartazgo o cansancio por el lugar que le han asignado, por el papel que le toca desempeñar al lado de su marido. Eso sí se siente satisfecha de haber podido guardar celosamente el secreto de su proceder hace ocho años. Asi mismo está llena de orgullo por haber salvado la vida de su marido cuando éste ni siquiera llegó a enterarse de que se encontraba en peligro de muerte.

 

En el diálogo con su amiga de la infancia Cristina lo confiesa claramente:

 

Nora, dime una cosa: ¿no habrás hecho ninguna tontería?

 

¿Es que es una tontería salvar la vida del marido?

 

Lo que es una tontería es que a sus espaldas…

 

          Pero, ¡si precisamente no tenía que saberlo! Dios mío, ¿es que no comprendes? No debía saber la gravedad de su estado. Los médicos vinieron a mí para decirme que su vida corría peligro, que sólo una estancia en el Mediodía podía salvarlo. ¿Crees que no intenté alguna astucia? Le decía lo mucho que me gustaría viajar por el extranjero como las demás mujeres; lloraba, le suplicaba y le decía que debía pensar en la posición en la que me encontraba y ceder a mis deseos; en fin, le di a entender que muy bien podría pedir un préstamo. Pero entonces, Cristina, casi le da un ataque. Me dijo que era una loca y que su deber era no obedecer a mis fantasías y a mis caprichos. Yo pensé “Vale, vale, le salvaremos cueste lo que cueste.” Entonces encontré una vía rápida.

           

Nora es una mujer capaz de sacrificio que sabía que su proceder no sería jamás avalado por su marido. Corrió el riesgo procediendo de la única manera que le quedaba y que creyó fervientemente era  lo correcto en aquel momento.

 

¿Y desde entonces no se lo has confesado a tu marido?

 

¡No, Dios mío! ¿En qué estás pensando? ¡A él, tan recto en estos temas! Además…con el amor propio de hombre que tiene Torvald, ¡lo que le habría costado aceptarlo! ¡Qué humillación saber que me debe algo!

 

Toda la justificación que tenía para proceder como lo hizo -y de lo que no se arrepintió nunca- lo resume en estas palabras:

 

Lo hice por amor.

 

Sólo su amiga de la infancia Cristina, a quien no había visto desde hacía diez años, comprende el proceder de Nora aunque no lo apruebe del todo. Quizás porque en el fondo las dos mujeres comparten una practicidad proverbial. Ambas, en su momento y a su modo, han sido capaces de tomar decisiones cruciales en las que se han jugado vida y destino.

Mujer sola, sin trabajo, sin nadie por quién preocuparse y sin nadie que se preocupe por ella, Cristina entra en una franca y personal negociación con el corrupto Krogstad que contribuirá a la salvación de Nora. Como antiguo amor de Krogstad a quien dejó por un pretendiente mejor, económicamente hablando, Cristina revive en él los sentimientos pasados. Se ofrece a salvarle de la ruina material que se le avecina debido al despido de que ha sido objeto. Aparte de ser apoyo y ayuda en la crianza de los hijos del abogado. Si ambos son náufragos solitarios lo mejor que pueden hacer es unir ambas tragedias para configurar un mejor futuro en conjunto;

 

Y si estos dos náufragos se tendieran la mano? ¿Qué le parece Krogstad?

 

          Pero, ¿qué está diciendo?

()

 

Puede que aún no sea tarde.

 

¡Cristina! ¿Lo ha meditado usted bien? Sí, se le nota en la cara. Entonces, sería usted capaz de…

 

          Me hace falta alguien a quien servir de madre, y sus hijos necesitan una madre. Nosotros también nos vemos empujados el uno hacia el otro. Tengo fe en lo que duerme en el fondo de usted, Krogstad… Con usted no le tendré miedo a nada.

 

Esta coincidencia feliz entre el abogado sin escrúpulos, interesado en manipular a Nora y causarle daño si es necesario, y la buena amiga de la infancia, rendirá sus frutos más tarde. En el momento ya nada se puede hacer; la carta-denuncia está en el buzón; pronto estará en manos del marido de Nora y revelará las acciones cometidas por la protagonista.

 

El nudo de la obra va concluyendo en el momento en que Nora se dá cuenta de que no hay vuelta atrás. Sólo ha podido retrasar el instante crucial en el que el marido leerá la carta y se enterará de todo. La idea de que los acontecimientos terminarán muy mal le ronda en la cabeza desde hace rato. Ya sola en su habitación –después del baile que ha ofrecido el cónsul Stenborg- y luego que el marido se ha encerrado en el estudio llevando la correspondencia en la mano se muestra convencida de cuál ha de ser su proceder:

          No lo volveré a ver. Nunca, nunca, nunca. Y los niños: No volver a verlos nunca, tampoco a ellos. ¡Oh! Esa agua helada, negra. ¡Oh! Esa cosa…, esa cosa sin fondo… ¡Si todo hubiera pasado ya! 

 

Pero, no, no ha pasado aún. Esta por pasar y acto seguido. La puerta se abre y entra Helmer sumamente encolerizado con la carta aún en la mano.

 

No puede aceptar, menos perdonar, que su mujer haya actuado como lo hizo. Para él ella ha roto todas las normas morales; se ha mostrado como una persona ligera y sin principios.

Pero lo que más parece preocuparle es su propia imagen ante los demás, el descrédito y la vergüenza, la caída del altar de hombre intachable y observador de las costumbres del entorno. No está dispuesto a oír explicaciones. No va a ceder ante ninguna justificación porque para él no las hay; no puede haberlas. La razón más válida le parece de hecho una estupidez.

 

Ante el contenido de la misiva, Nora responde:

Es verdad. Te he querido más que a nada en el mundo.

 

Y él contesta:

¡Basta ya de estupideces!

 

 Ella plantea la única solución en la que ha pensado: Largarse. Él no la acepta. Sería una mayor afrenta, un cavar aún más hondo el pozo del descrédito. Quiere retenerla sólo para guardar las apariencias. No podrá ni siquiera hacerse cargo de la educación de los niños porque es indigna. No habrá más vida marital.

 

Te quedarás aquí, y me rendirás cuentas de todos tus actos. (…) A partir de ahora, no podemos hablar de felicidad. Tan sólo de salvar restos, ruinas, apariencias…

 

En el fondo Helmer cree hacerle un favor a ella sobre todo después de haberla llamado desdichada, embustera, hipócrita, criminal, carente de religión, inmoral, sin sentido del deber. Pero sobre todo se está haciendo un favor a sí mismo: ante los demás todo seguirá como si nada hubiera ocurrido y su reputación de hombre intachable se habrá preservado.

 

   En medio de la escena llena de violencia y desprecio hacia Nora la criada trae una segunda carta del mismo Krogstad en la que éste no sólo envía el recibo en señal de dar por liquidada la deuda de Nora sino que se disculpa y declara su arrepentimiento (el amor de Cristina por él lo ha transformado repentina y genuinamente).

 

Helmer se deshace ahora en disculpas hacia su mujer porque se sabe salvado. Es como si nada hubiera sucedido hace ocho años… hace unos instantes… todo puede seguir igual.

 

(…) Olvida las duras palabras que te he dicho en ese primer momento de pánico, cuando pensaba que todo iba a desmoronarse sobre mí. Te he perdonado, Nora, te juro que te he perdonado.

 

Nora dá las gracias por el perdón concedido pero una profunda transformación se ha operado en su interior. Helmer casi puede palpar esa metamorfosis en el gesto de su mujer. De pronto ha dejado de ser su alondra, su ardilla, su chorlito… la frialdad con la que lo enfrenta y lo escucha lo desconcierta, lo perturba.

 

…Pero nuestra casa no ha sido más que un salón de recreo. He sido contigo muñeca-mujer, como había sido niña-muñeca con papá. Y nuestros hijos, a su vez, han sido mis propias muñecas. Yo encontraba gracioso que jugases conmigo, y ellos encontraban gracioso que yo jugara con ellos. Eso es lo que ha sido nuestra unión, Torvald.

 

Tres días han bastado para que Nora se convenza de que tiene una tarea más importante que la de ser madre o esposa, ama de casa o adorno en la vivienda de un hombre: La de ocuparse de sí misma, la de configurar su ser y su existencia. Tarea para la cual ha de bastarse a sí misma por razones elementales.

 

Cuando él le recuerda que su deber es ser madre y esposa, ella responde con gigantesca firmeza:

Ya no pienso así. Creo que ante todo soy un ser humano al mismo título que tú…, o al menos que debo intentar llegar a serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón, Torvald, y que estas ideas están recogidas en los libros. Pero ya no puedo conformarme con lo que dicen los hombres y con lo que está escrito en los libros. Tengo que formar mis propias ideas sobre todo esto y procurar darme cuenta de todo.

 

Los hombres y los libros ya no sirven más; tampoco la religión. Y el entorno social se debate en una falsa dialéctica pues mientras promueve la rectitud ante los otros, condena las acciones heroicas motivadas por la compasión y el amor.

 

(…) Me doy cuenta también de que las leyes no son lo que yo creía; pero lo que no me entra en la cabeza es que esas leyes puedan ser justas. ¡Una mujer no tendría derecho a ahorrarle un quebradero de cabeza a su anciano padre moribundo o a salvarle la vida a su marido! Eso no puede ser.

 

Hablas como una niña; no comprendes nada de la sociedad de la que formas parte.

No, no comprendo nada. Pero quiero llegar a entender y asegurarme de quién tiene la razón, si la sociedad o yo.

 

Nora se marcha. El milagro que había esperado hasta el último instante no ha sucedido. Abrigó alguna esperanza de que su marido enfrentara al malsano Krogstad y sacara el pecho por ella. No lo hizo. Ahora no hay nada más que seguir esperando al lado suyo. Tampoco hay razón para demorar hasta mañana su partida. Ha de emprender cuanto antes el tramo más importante de su vida. El de la autoafirmación.

 

III. Consideraciones filosóficas.

 

Para Ibsen parece no haber tragedia más grande que la de no haber tomado la existencia en manos propias o haberla “desperdiciado” como si contáramos con más de una. Sus personajes han de enfrentar esa dura realidad más tarde o más temprano. A Nora le llegó el momento relativamente temprano en la vida. Al artista Rubek, protagonista de su última obra (1899) Cuando despertemos los muertos, le llega tarde cuando ya no es mucho lo que puede hacerse. Rubek cree haber vivido pero no ha hecho más que sacrificar su “vivir” en aras de lo inauténtico, pasando el tiempo como un verdadero “muerto”, sensible al arte, pero insensible a la vida misma; su vida. Sólo al despertar los “muertos” nos percatamos de nuestro estado y de que es necesaria una decisión radical para volver a la “vida”.

 

Pero ese “despertar” nunca está exento de conflictividad, de lucha, sobre todo porque la existencia  de cada quien trascurre entre planos que reclaman determinadas conductas. En el caso de Nora los planos de madre y esposa, cuyo ámbito histórico-cultural le impone demandas, y el plano de su realización como persona se oponen diametralmente. No ha rehuido la confrontación. Hacía ocho años había tomado la decisión de hacer lo que consideró correcto. Entre dos males eligió el menor: el de falsificar la firma de su padre y endeudarse a espaldas de su marido a cambio de evitar ver morir a éste.

 

Había sabido vivir interiormente contenta consigo misma y sin remordimientos durante todo el tiempo. Los sacrificios financieros que la amortización de la secreta deuda implicó los sobrellevó inteligentemente. Pero aquella encrucijada sólo había sido vivida por ella; nadie más se vio involucrado ni afectado; ni siquiera el corrupto Krogstad supo jamás el significado de la acción de Nora. Y por obvias razones.

 

Nora había violado las normas y las exigencias de su sociedad, de su papel de mujer sumisa y obediente. Pero todo había quedado en el ámbito de su conciencia. La lucha había sido interior, muy propia; profundamente secreta.

 

Ahora tenía que tomar decisiones aún más radicales: Quedarse en casa para “vivir” de apariencias y recibir la “aprobación” de sus iguales o largarse para dejar de ser tratada como “muñeca”. Largarse para reafirmar lo que nunca había sido: un ser humano dueño de sus actos, juez supremo de sus decisiones y, por tanto, artesano de su propia existencia.

 En este punto y a este respecto Henrik Ibsen como psicólogo se muestra genial. Mucho antes de que ganemos la libertad ante los demás es necesario que la ganemos en nuestro interior porque el mayor obstáculo para la autorrealización somos nosotros mismos: Nuestros miedos. Nuestras fobias al rechazo ajeno y a la crítica despiadada de los demás.

Es aquí donde el realismo ibseniano resulta contundente. La vida simplemente es así. Es un proyecto que debe y tiene que resolverse en nuestro interior. No es fácil ni cómodo tomar las decisiones que construyen nuestra vida, que constituyen esa historia personal que somos cada uno de nosotros. Ese es el nervio, la sustancia de ese noraísmo ibseniano. Nada de romanticismos baratos ni de heroísmos absurdos que conduzcan a la destrucción de nuestra vida que, aunque sea poca cosa, es lo único con lo que contamos.

 

El rompimiento de Nora con su marido, con sus hijos, con la administración de la casa, constituye una liberación de instituciones que a veces sofocan la autorrealización en vez de posibilitarla. No se trata de un ataque al matrimonio, a la maternidad, a la vida doméstica. Es una denuncia contra dichas esferas cuando se tornan fines en sí mismos; fines únicos que han llegado a exigir el sacrificio de la vida del individuo.

 

Todo juicio moral respecto a Nora debe efectuarse en el marco de la discusión de si  la moral es un medio o un fin. Lo encontrados de dichos juicios puede explicarse en función de si se vemos la moral como fin o si la consideramos un medio.

 

Las condenas a su conducta estarían más cerca de las concepciones que Kant tenía de los deberes. Casi cien años antes de Ibsen el filósofo alemán había escrito su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) en la que sostenía que la moral es un fin en sí misma y que ha de cumplirse a raja tabla simplemente por que sí. Es la hipótesis del cumplimiento del deber por el deber mismo. Kant rechazó frontalmente tener en cuenta las circunstancias de cada sujeto y las consecuencias de las acciones humanas, lo que constituye un verdadero suicidio ético. Porque la acción humana es muy compleja; no queda en el plano exageradamente racionalista en el que la colocó Kant.

 

Cuando se actúa la totalidad de lo que somos se halla siempre presente. Toda la historia personal está allí. Pesa enormemente en cualquier decisión. El imperativo categórico kantiano no es el norte y el horizonte de nuestras decisiones. También están los sentimientos, las pasiones, las inclinaciones, los sueños y expectativas, los lazos de la amistad, los nexos familiares, etc.; es decir, todo aquello con lo que Kant no quería tener que ver.

 

El error de Kant fue trasladar su visión del mundo físico al mundo humano. Si los cuerpos físicos están inevitablemente atados al cumplimiento de las leyes de la naturaleza él supone que lo mismo ha de suceder con los humanos y el universo moral.

Ibsen en este respecto es más humano, más liberal (en el sentido clásico): En vez de sacrificar a Nora en el altar del deber la libera para que decida. En vez de hacerla girar en torno a un supuesto imperativo categórico eleva la vida de la protagonista al grado de principio sin restricción ni condición.

 

En ese sentido Ibsen empata más con las ideas de John Stuart Mill, coetáneo suyo en Inglaterra, para quien la moral es un medio, un instrumento para la realización personal. En su célebre obra On liberty (1859), el filósofo inglés defiende la idea de que el ser humano ha de ser respetado en sus decisiones, en el tipo de vida que ha elegido para sí, no importa cuán extraña esa vida nos pueda parecer, cuán alejada de nuestros parámetros pueda estar. Pero el problema de las sociedades modernas, asegura Mill, es que las opiniones mayoritarias se hacen prevalecer recurriendo a la fuerza ejercida por la autoridad pública o sea el gobierno.

 

El principio establecido por Mill en la obra citada arriba dice: “…el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo”.[2]  

 

Aún falta mucho en el entorno social para que esto se convierta en realidad. Algunos se ven obligados a actuar de una manera en la que no quieren por estar en total desacuerdo con tales procederes. Simplemente porque la tiranía de la mayoría disfrazada de “democracia” los coacciona. De esa cuenta la “democracia” no es sino una colección de restricciones al ejercicio de la libertad individual.

 

Si en su momento histórico Ibsen denunció el cepo en que puede convertirse el matrimonio para una mujer; el cerrojo en que puede derivar la maternidad y las cadenas del qué dirán, hoy tenemos que hablar de otras cuestiones igualmente repudiables.

Denunciemos, por ejemplo, la imposibilidad de terminar la vida cuando esta ya no es tal y decidir el momento de la propia muerte. ¿Por qué ha de agregarse al sufrimiento físico la tortura que implica un proceso para solicitarle al estado la práctica de la “muerte dulce”? Al fin y al cabo es mi vida ¿no?

 

Denunciemos la prohibición a raja tabla del aborto que no sólo no consigue frenarlo sino que conduce a su práctica en condiciones de alto riesgo para la mujer.

 

Denunciemos la prohibición del cultivo, procesamiento, elaboración, comercialización y consumo de marihuana, hachís, heroína, cocaína, etc., que en ninguna parte ha logrado disminuirse pero si ha hecho proliferar el crimen, ha alimentado la corrupción y el enriquecimiento de políticos y jueces. Todo a costas de los impuestos del contribuyente. No es difícil entenderlo si recordamos lo sucedido con el consumo de alcohol.

 

Denunciemos la persecución en contra de las personas que ejercen el comercio sexual, tanto hombres como mujeres, considerándolas carentes de “dignidad” y “escoria social”. Como que si dos personas adultas, con pleno consentimiento, no pudieran decidir con quien y de qué manera dar expresión a su sexualidad. (Recordemos cómo la libertad sexual fue defendida abiertamente por Bertrand Russell en su obra de 1929, Modales y morales).

 

Denunciemos el denominado “contrabando” que es un “delito” inventado por políticos ansiosos de recursos para el “estado” y por productores locales ineptos e incapaces de proveer al consumidor de bienes de calidad y baratos. Según aquellos y según éstos se hace merecedor de castigo quien, como todo agente humano, busque bienes al más bajo precio posible dondequiera pueda encontrarlos.

 

Denunciemos la imposibilidad de decidir a quien queremos permitir el ingreso a nuestro negocio y a quien se la vedamos. El que se haya llegado a catalogar como delito el ejercicio de nuestra libertad para establecer relaciones contractuales con quien queramos. Es decir, la grave aberración de confundir la esfera de lo público con lo privado.

 

En fin la lista podría alargarse. En todo caso la historia es la misma: El ser humano tratado como objeto, limitado en el ejercicio de su libertad, insisto, aún cuando sus acciones no traigan efectos perniciosos sobre terceros.

 

Esta dimensión de la libertad tan cara para Ibsen es necesario enfatizarla. Ciertamente no se trata de la dimensión económica que tanto hemos llegado a apreciar. Se trata de una dimensión mucho más importante: Es la dimensión antropológica de la libertad y por tanto hablamos de una dimensión primaria, fundamental.

 

Necesitamos ser libres no por ser comerciantes, productores, consumidores o vendedores sino porque somos hombres, seres urgidos de construir su vida, su destino, su proyecto existencial. Lo que no puede lograrse si no tenemos una esfera en la que podamos, sin coacción ni amenazas, tomar las decisiones que consideramos valiosas para nosotros mismos.

 

La defensa del liberalismo económico es relativamente fácil y lograr consenso al respecto también lo es. Es más difícil la defensa de la libertad desde el punto de vista antropológico por la facilidad con que somos dados a imponer sobre los otros nuestras perspectivas sobre lo que “debe” ser la vida, o sobre lo que constituye la “dignidad” de la persona, etc., etc. Abundan en nuestras legislaciones ejemplos de que todas esas “excelsitudes” sobre la ‘dignidad de la persona” no han hecho otra cosa que criminalizar conductas aunque no haya víctimas. Muchos de nuestros actos se han convertido así en acciones criminales gracias a la sensiblería del conservadurismo, muchas veces disfrazado de liberalismo. 

 

El noraísmo ibseniano nos recuerda que así como entre millones de millones de copos de nieve no hay dos idénticos los seres humanos somos seres únicos con una vida singular, inigualable, que construir; que nada, absolutamente nada, puede justificar que se nos impida intentar construirla a nuestra manera.  

 

* El doctor Julio César De León Barbero es titular de la cátedra de Filosofía Social de la Universidad Francisco Marroquín y director del Seminario de Filosofía de esta casa de estudios

 

     

 

 

 

 



[1] Citado en:  http://www.jkpd.net/ibsen/chap1.html

[2] Mill, John Stuart, Sobre la libertad, (Prólogo de Isaiah Berlin, traducción de Pablo Azcárate), Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1979, 2a. edición, p. 65.

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